Capítulo 1

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La Enviada Del Silencio

Capítulo I

Mi nombre es Silence Deep, tengo veinte años y puedo ver a los muertos. No, no estoy loca, aunque muchos de los que me han visto ocasionalmente hablándole al aire así lo afirmen. Tampoco tengo ningún trastorno emocional ni sufro alucinaciones como creí alguna vez, de hecho, soy una chica bastante normal para mi edad, no tengo amigos ni vida social, nada fuera de lo común en la vida de una adulta joven que ha dedicado sus tiernos años de juventud a la escuela, los libros y a ayudar fantasmas a encontrar la luz y a seguir su camino. De hecho, creo que hasta podría ser la envidia de muchos otros jóvenes de mi edad. No tengo padres que me obliguen a asistir a una universidad ni que me digan que hacer, pues de hecho nunca los conocí, a decir verdad, me crié bajo la caridad de un párroco que se compadeció de mi cuando tenía solo cuatro años y que había muerto hacía solo unos meses atrás dejándome nuevamente en la calle y a la buena de mi maldita mala suerte, allí fue donde jugaron a mi favor mis conexiones con el mas allá.

La arquidiócesis de St. Mary no había perdido el tiempo en reemplazar al anciano y difunto Padre Johan Krauss con otro mucho más joven y arrogante tan solo un par de semanas después de su muerte. Tampoco habían perdido el tiempo al exigirme que abandonara la pequeña casita que había tenido por hogar desde mi mas tierna infancia pues ellos afirmaron y dejaron bien en claro que su obligación había sido para con el padre Krauss y no para conmigo. Es que sin duda, por el contrario de lo que se cree, la caridad cristiana no se aplica casi nunca a los que mas la necesitan, de hecho, creo que es mas una cuestión de suerte, contacto y mucha prensa lo que determina donde cae la ayuda divina. No me malentiendan, aun hay en el mundo almas bondadosas que hacen el bien sin mirar a quien, pero son tan escasos y efímeros que el mundo nunca llega a enterarse. Debo decir que el padre Krauss era una de esas almas.

Volviendo a mí, era un hecho de que sin dinero y en la calle, no podía seguir en la preparatoria, a menos que encontrase un trabajo de medio tiempo bien remunerado que se hiciera cargo de un maldito alquiler, la comida y mis gastos, por lo que tuve que optar por abandonar la escuela a pocos meses de graduarme. Sin un techo sobre mi cabeza y sin la simpatía de los vivos, mi única salida eran los difuntos.

 No recuerdo desde cuando tenía conciencia de ellos, siempre intuí que había sido desde toda la vida, pues no hay un instante en ella en el que los fantasmas no hayan estado presentes molestándome o matándome del susto, daba igual. Ellos convivían con nosotros casi todo el tiempo, de hecho si alguien mas pudiera verlos como yo lo hacía, se preguntaría si es que alguna vez los muertos partían hacia el cielo o hacía el infierno, por supuesto que si lo hacían, aunque no sabía muy bien hacia donde, pues no era tampoco que alguna vez habían regresado para contarme, gracias a Dios por eso,  pero suponía que a algún lugar tenían que irse. También era cierto que muchos de ellos se quedaban entre nosotros y nos ignoraban tanto como nosotros a ellos, llámese asuntos pendientes, o simplemente capricho, ellos permanecían y caminaban a nuestro lado casi tan ignorantes de nuestra presencia como si de alguna forma aún viviesen su propia vida en la muerte. Era destacable cuan a menudo los vivos parecían muertos vivientes al ir y venir por las calles, sumidos en sus propios mundos, ajenos a lo que sucedía a su alrededor.

Fue a la tercera noche de dormir bajo la maldita helazón de la intemperie, entre bolsas de basura maloliente de un callejón que daba a la parte trasera de un modesto restaurante de dudosa reputación (por lo menos de allí obtenía la sobras de comida, salmonella o no, al menos era algo con que llenar las tripas) que llegó la ayuda, en este caso no divina ni mucho menos, ni siquiera estaba segura si es que lo ángeles existían, no por el hecho de que no hubiera visto nunca ninguno de esos esquivos bastardos, sino por la simple y llana razón de que asumí a muy temprana edad que ninguno había querido hacerse cargo de mi. El cielo debía odiarme tanto como yo a él.

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