Aldea Bruma Dorada, 65 años antes.
El pequeño asentamiento brillaba como una perla, adornado para el Solsticio con los tradicionales banderines, azules y rojos, y los pebeteros de bronce en los que ardían las llamas. El mar resplandecía, como si fuera la cola de su traje de novia. «¿Qué haces pensando en trajes de novia, Athramar? Hasta las metáforas te recuerdan lo que te espera, ¿eh?».
—Bueno, ya casi hemos llegado. ¿Estás tranquilo?
Se volvió hacia su madre, asintiendo distraídamente.
—Sí, claro.
Astralaya soltó una risa burbujeante.
—A veces creo que he parido una piedra en vez de un elfo. ¿Cómo puedes ser tan indiferente a tu propio compromiso?
—¿Preferirías que estuviera nervioso y que hiciera el ridículo? —replicó él con media sonrisa. Su madre puso su zancudo a su altura, alargó la mano y le peinó un mechón de cabello con los dedos. Athramar aceptó el gesto un poco a regañadientes.
—Tú nunca haces el ridículo, Rami. Ni siquiera cuando te lo propones.
—Conozco a más de cincuenta personas que, desde el último festival, estarían en desacuerdo contigo, madre. Y una de ellas soy yo. Y por favor —añadió con fastidio—, no me llames así. Se te va a escapar delante de los Danza del Sol y pensarán que van a casar a su hija con un niño mimado.
—Es que eres un niño mimado, no me jodas —dijo ella acompañando sus palabras de una suave sonrisa—. Y no me vengas con eso de que ya tienes una edad, siempre voy a ser mayor que tú, así que siempre vas a ser un niño para mí. Punto.
Athramar reprimió una sonrisa. Adoraba a su madre, no lo podía evitar. Era la mujer más elegante y carismática que conocía, capaz de meterse en el bolsillo incluso a sus enemigos declarados en el Consejo. Pero también era impaciente, y muy malhablada en la intimidad.
Hicieron girar sus monturas, encarando el último tramo del camino. El sendero descendía en una cuesta empinada a lo largo de una colina cubierta de flores y salpicada por árboles de hojas áureas.
—Nada de «Rami» —insistió, tirando un poco de las riendas para que su zancudo fuera prudente en el paso—, y nada de contar anécdotas de mi infancia para que les resulte adorable.
—Nunca me dejas divertirme. ¿De verdad no estás nervioso? —Athramar negó con la cabeza—. ¿Ni siquiera un poco? Cuando fui a conocer a tu padre, yo estaba histérica.
—Porque ya sabías quién era y estabas colada por él. No es lo mismo.
—Sí, tienes razón.
Hubo un momento de silencio antes de que Astralaya lo rompiera de nuevo.
—Nunca te he preguntado si te parecía bien —reflexionó en alto, recogiendo con ademán distraído el cabo de su capa azul.
Ambos se habían vestido para la ocasión: ella con una vistosa toga celeste de cuello alto sin mangas, con pechera de brocado, digna de una reina en viaje diplomático; él con una casaca gris oscuro bordada en plata, pantalones y botas altas, mucho más discreto que su madre. Astralaya llevaba la larga melena sujeta en un complicado moño adornado con alfileres y abalorios, mientras que Athramar se había atado el cabello, rubio pálido, en una trenza de espiga que colgaba sobre su hombro.
—Si me hubiera parecido mal, me habría negado —respondió el joven al cabo de unos segundos, asumiendo que ella esperaba contestación.
—Eso imaginé. También pensaba que, si hubiera alguien ocupando tu corazón, me lo habrías dicho —insinuó la madre mirándole de soslayo.
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Alma de cristal
FantasyCuando Athramar Azurocaso fue víctima del Vacío, muchas cosas se rompieron: Su fuerza de voluntad, su memoria, su orgullo... su propia alma. Y con ella, los lazos que le unían a su familia y a su tierra. Ahora, desde el exilio como ren'dorei, Athram...