Paciencia

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El pasillo del cuarto piso del hospital estaba vacío, oscuro y frío. Las pocas personas que se cruzaron por nuestra vista desfilaban rápido buscando las escaleras que los llevara a la salida de ese lugar inhóspito o la puerta que los llevara a su refugio. El viento se colaba a ratos violento y bullicioso por las rendijas y los vidrios quebrados o faltantes de los ventanales que de tanto en tanto aparecían a nuestro lado. Corría sin pedir permiso por mis piernas desnudas y chocaba con nuestros cuerpos que se apretujaban. Caminábamos abrazados y a paso lento, y aunque el reloj no fuera nuestro mejor amigo, no existía el tiempo, no había prisa. En los ventanales solo veíamos nuestra imagen y el reflejo triste de nuestro entorno fantasmagórico sobre un fondo uniforme que pasaba imperceptiblemente del gris al azul marino y al negro, aunque aún no fueran las ocho de la tarde.

Seguimos caminando. A ratos nos sumergíamos en un silencio ambiental que solo rompíamos con nuestra conversa, algunas risas y los pasos de tus pies, los míos y las rueditas que giraban a nuestro lado. El flaco siempre nos acompañaba fuéramos donde fuéramos, con su tesoro vital escondido bajo una bolsa opaca y gruesa que se unía a mí mediante una vía color fluor, y una bomba infusora que pitaba agudo y cuando lo hacía se hacía molesta, aunque ya había aprendido a controlarla. También al flaco. Ya se dejaba guiar, a pesar de sus rueditas rebeldes y rechinantes. Ya varios flacos habían pasado por mi mano, todos chúcaros y todos al final domados. Éste no fue la excepción. Y siempre te sorprendías de eso y sonreías. A veces lo guiabas tú, sobre todo cuando me faltaban las fuerzas.

A veces, cuando podíamos salir sin el flaco, nos aventurábamos subiendo y bajando escaleras; sin embargo, cuando no era posible y simplemente el cansancio ganaba, bien nos valíamos de los ascensores, aunque siempre con el cuidado de no tocar nada. Esa bacteria, ese invitado de piedra que llegó sin que nadie lo llamara allá adentro, me tenía prohibido el sentido del tacto y me convirtió en una especie de rey Midas, pero un Midas bacterial que se resguardaba tras un disfraz ridículo, un envoltorio compuesto de una bata plástica azul que parecía más una bolsa, y unos guantes de látex. No sabía si sentirme como un leproso de los tiempos de Cristo o si tenía que ir a operar a alguien. El estupor que a veces se dibujaba en los ojos de los niños que pudieron verme pasar por ahí me hacía creer más en lo primero. Como sea, igual no fue impedimento. Ya casi no había pasillos y vericuetos desconocidos para nosotros. Pasábamos de un piso a otro, por la UTI, la UCI y la entrada a los pabellones de cirugía allá abajo, el centro de diálisis acá más cerca, mirábamos a la distancia la maternidad y hacíamos chistes al pasar por fuera de las residencias médicas. Y todo ante la total indiferencia de uniformes azules y delantales blancos. Un saludo por aquí y por allá. Si algo no éramos para el resto en ese mundo, era desconocidos.

Nos sentamos un ratito. Estaba cansado y tú, aunque no querías demostrarlo, hubo días en que no podías ocultarlo. ¡Es que cómo no ibas a estarlo! No hubo día en que no estuvieras presente. Nunca importó el cansancio, el viento, el frío, el calor o si afuera se había desatado el apocalipsis. Siempre llegaste y normalmente dos veces al día. Nada más importaba. Así, posaste tu cabeza en mi hombro y cerramos los ojos. Era nuestro momento, nuestro pequeño oasis en ese peregrinaje agreste e interminable. Ya habíamos visto florecer los árboles y luego los vimos desnudos, con su follaje seco y muerto en el suelo. Pasamos de sufrir con el sol de la tarde a no verlo más por unos días en que le dio por ocultarse tras unos nubarrones negros. Vimos cómo terminaba un gobierno y comenzaba otro. Vimos pasar muchas cosas. Vimos pasar el tiempo. Y tú siempre ahí.

Se hacía tarde. Me ayudaste a ponerme de pie y me abrazaste por fuera de mi envoltorio plástico. Nos besamos. Me apoyé en el flaco, te tomé la mano y nos dirigimos a mi pequeño mundo aislado. Sonreí. Creí que se trataba de resignación, pero me di cuenta que finalmente estaba aprendiendo que solo era un día más. O un día menos. Ya habían pasado poco más de ocho meses - doscientos cuarenta y ocho días para ser más exactos - de cuando te prometí que esto no me la ganaría y ahora no podía bajar los brazos. Aunque más de una vez quise hacerlo. Si no me la ganó en el coma, menos podía hacerlo ahora. Había pasado por tanto. Habíamos pasado por tanto, porque también lo viviste, lo sufriste y lo aperraste. Ahora todo lo que necesitábamos era un poco de paciencia.

Me dejaste en la cama de mi pequeño mundo aislado, ahí donde quien necesitaba ese disfraz ridículo no era yo, sino tú. Nos despedimos con un beso cálido, un beso que de verdad auguraba las buenas noches. Un beso esperanzado. Solo era un día más. O quizás uno menos.

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Para ti. Simplemente te amo.

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⏰ Última actualización: Jan 14, 2020 ⏰

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