CAPÍTULO 3

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CAPÍTULO 3


La misma mañana del incidente en casa de Honoria García, calificado por los bocones y vecinas del pueblo como un "robo"; un hombre de cuarenta y tantos vestido con una camisa blanca de tejido suave fajada al pantalón negro y con un pañuelo rojo atado al cuello, organizaba en un estante varios frascos llenos de medicamento, ungüentos y píldoras.

A diferencia de los médicos anteriores, el doctor Juan Jordán era el único que acomodaba el mueble de las medicinas orientado al norte, la sección más fría de toda casa, evitando así que las altas temperaturas inutilizaran las sustancias antes de tiempo. Había transmitido esta noción a todas las personas que conocía en San Tadeo, volviéndose de inmediato más popular y querido que sus antecesores. Era un hombre de ciudad, y los libros de medicina sobre el escritorio (regalo de Don Márquez) y diagramas colgando de las paredes, lo demostraban.

Terminada la faena, se limpió la frente y se dispuso a tomar un té matutino.

No pudo hacerlo, porque tocaron su puerta con desesperación, sus golpes sonaban como el galopar de un caballo que huye del sonido de los disparos.

Acto reflejo, le gritó a su esposa que abriera; ergo recordó que ésta llevaba seis meses desaparecida. Seguro ahora mismo estaba en los brazos de su madre, lloriqueando. Colérico todavía por el abandono de la joven mujer que le había cocinado y lavado durante más de una década, se puso en pie y abrió él mismo. Todavía no se acostumbraba.

—¡Doctor! —clamó sin aire el hombre que casi se dejó caer en el marco de la puerta, un hombre de gran barriga, bigote ancho y puntiagudo, con su respectivo sombrero y el cabello cano escurriéndole de sudor sobre la piel morena tostada por el sol. Se trataba de Andrés, el ministro de la iglesia— ¡En la mina!

La montaña en la que estaba la mina, era circundada por un río de agua prístina que resplandecía a la luz del sol que se elevaba entre las pocas nubes diurnas. El calor se embravecía a cada minuto y la frente del doctor no tardó en perlarse de sudor bajo el sombrero de paja que su acompañante le había entregado. Montados a caballo, los dos cruzaron el estrecho puente de madera por encima del río y llegaron a las faldas.

A la distancia podían verse los escombros de una de las laderas amarillentas cayendo como un velo de rojas y los pequeños hombres y sus esposas removiendo las rocas en costales y cubetas; dos niños incluso. Las manos secas y sangrando por la arena, de cinco a seis zopilotes sobrevolando la colina en círculos, atraídos por el aroma de la muerte que llegó a la nariz de Jordán, que se bajó del caballo sin ayuda, comprobando para su mala suerte que el brujo-curandero del pueblo estaba allí. Ambos compartieron una mirada venenosa.

—¡Es allí, doctor! —Señaló el ministro Andrés tomándolo del hombro y luego echando a trotar, sacudiendo su pesada barriga con cada paso, dejando atrás el espacio destinado a amarrar los equinos. Naturalmente, Jordán fue detrás—. Estábamos empezando a escombrar esta mañana cuando lo encontramos. Tenga, póngase esto.

Le entregó uno de dos pañuelos húmedos que se sacó del bolsillo. El ministro se puso el suyo en la nariz y Jordán hizo lo mismo sin preguntas.

No tardó en darse cuenta de por qué.

En la sombra, una decena de hombres estaban congregados en círculo a un costado del monte de escombros, mirando algo tirado en el suelo. Sus enormes sombreros se pegaban unos con otros y tenían las espaldas sudadas. Se hicieron a un lado cuando vieron acercarse al médico, que pasó entre el grupo y vio aquello que los tenía tan preocupados.

CARNOSAURIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora