A pesar de sus incontables intentos fallidos, Estíncalot seguía adelante, empecinado en su infructuosa búsqueda. Incansable, atravesaba olas que triplicaban en altura el mástil de su pequeño velero; olas que le azotaban el rostro y a las que ofrecía sin pestañear su mejor sonrisa. Porque bajo el abrumador sentimiento de vulnerabilidad e impotencia que solo la inmensidad del océano es capaz de suscitar; bajo esa sensación de insignificancia que únicamente los marinos conocen, el aguerrido mago albergaba una llama. No había perdido la esperanza de avistar tierra, y al fin, encontrar a alguien con vida. Esa pequeña llama le mantenía firme, le hacía seguir en pie. Eso, y las almorranas.
El atracón de fabes mereció la pena. Se sentía muy orgulloso de su último hechizo; gracias a él tenía un rumbo que seguir y sabía a ciencia cierta que la tormenta estaba llegando a su fin. Tragarse de una sentada una olla entera de fabes sin carne, chorizo, ni morcilla, no era algo que uno hiciera por gusto. Casi una semana entera estuvo sufriendo sus efectos. En los peores momentos, mientras clavaba sus uñas entre sudores fríos en los postes del pozo ciego, como una parturienta habría hecho con las manos del que pillara más cerca, llegó a dudar de todo. Pero no ahora. No después de lo que había visto a través de su creación.
Le había costado lo suyo, pero ya se sabe, al que algo quiere, algo le cuesta. Y él lo sabía bien, para su desgracia; el camino del mago era también el de la soledad y el sufrimiento. Pero tras muchos intentos, había conseguido insuflar parte de su propia magia a un pajarillo mecánico en el que llevaba trabajando semanas. Y ahora su preciosa creación le guiaba a una pequeña isla que podría poner fin a su desesperación, que podría desterrar de una vez por todas la horrible sensación de que todo por lo que había luchado, de que el enorme sacrificio que había significado su tortuosa vida, había sido en vano.
Las olas batían con fuerza contra el casco del velero, y Estíncalot agarraba firmemente el timón, anticipándose con determinación a las olas. Orzar, arribar, orzar, arribar. Estaba tan absorto en la navegación que casi ignora la llegada de su pajarillo mecánico, a pesar de que se aproximaba por proa y a media altura. Aún estaba lejos, y había algo raro en cómo se acercaba hacia él. Se detenía a cada poco. Volaba hacia lo alto y luego caía en picado, deteniéndose de nuevo a media altura. Se acerba un poco más, y otra vez se detenía: arriba, arriba, picado. "¿Qué tratas de decirme, Pajarillo?". Lo comprendió casi al mismo tiempo que la divisó en el horizonte, por encima de las siguientes docenas de olas. Era un muro de agua. Una ola vagabunda. Una ola monstruo. Le vinieron a la mente las imágenes de los vetustos libros que estudió con detenimiento antes de echarse a la mar por primera vez. Habiendo crecido en Centrimundi, a leguas de cualquier costa, le maravillaban las leyendas de marinos, y se preguntaba qué había de verdad y qué de mito en todas ellas. Cuando era un crío se tomaba los relatos a pie juntillas, pero al crecer fue pasando, poco a poco y sin darse cuenta, de creer en ellos, a querer creer en ellos. Quizá por eso aceptó con fascinada resignación el final de su viaje. O quizás porque sabía que no le quedaba ni un solo triasco en la reserva. Había gastado hasta sus últimas energías en invocar un elemental de agua que le ayudara a sofocar un incendio en su camarote el día anterior. Cuando vio que al elemental le faltaba un brazo, supo que su saldo mágico estaba a cero. Y desde entonces no había encontrado un solo ser vivo al que atufar para poder llenar el depósito. Así que no le quedaba otra que afrontar la muerte con entereza. "Tragado por una ola gigante. Después de cómo acabé con el resto del mundo, resulta irónico que vaya a morir de una forma tan épica. Soy un mago afortunado".
Dicen que nadie puede recordar nada de sus primeros años de vida. No digamos ya de los instantes posteriores al nacimiento. Por eso cualquiera podría pensar que este primer recuerdo que veo frente a mis ojos, mientras me hundo sin remedio, no es más que el fruto de lo que me repitió mi madre hasta la saciedad, hasta que al fin consiguió deshacerse de mí. "La cara de tu padre se puso azul. ¡Azul! No ese azulado enfermizo de la gente que pasa cerca de ti y aguanta la respiración. Azul como el cielo, hijo, azul como el mismísimo cielo". Pero no es mi caso, el rostro agonizante de mi padre no se trata de un recuerdo inducido. Mi naturaleza singular incluye la capacidad de recordar más atrás en el tiempo que el resto de las personas. Los expertos no se ponen, perdón, no se ponían de acuerdo, en si es un efecto secundario relacionado con mi anosmia o si tiene alguna otra explicación evolutiva. Ciertamente, el hecho de no poder percibir olores me ha venido más que bien para sobrevivir a mí mismo, cosa que no puedo decir de mis más lejanos recuerdos.