2. Cosas que no se olvidan

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Samanta fue la primera en recibirme al entrar a la zona VIP del antro. Me abrazó efusivamente y me ofreció un shot de tequila. Lo tomé delicadamente y lo desaparecí en un segundo.

---¿Donde esta Valentina?---me preguntó Samanta al verme llegar sólo. Me lo preguntó subiendo la voz para intentar sobrepasar el ruido de la música que hacía retumbar nuestros cuerpos

Preferí no contestarle. Tomé la botella de tequila de la mesa y rellené mi pequeño vaso.

---¡Salud!

En ese momento, Samanta se dio cuenta de que algo no marchaba bien.

---¿Estas bien?---me preguntó, colocando su brazo sobre mi hombro.

No sabía como contestar a esa pregunta. Mi cabeza estaba llena de sentimientos que no podía explicar.

---¿Qué pasó?---insistió Samanta, al ver mi mirada perdida.

Édgar y Jorge llegaron a interrumpirnos. Por su aspecto pude deducir que ya estaban un poco borrachos.

---¡Salud! Por la amistad---dijo Édgar.

Jorge me alcanzó la botella de tequila y mi vaso se llenó por tercera ocasión. Samanta no me quitó la mirada de encima.

Los cuatro alzamos nuestros shots y brindamos. Édgar y Jorge salieron juntos en busca de chicas. Samanta aprovechó el momento para volver a preguntar.

---¿Qué pasó?---me dijo al oído.

---No quiero hablar de eso---la corté, recargándome en el enorme sillón color azul chillante que adornaba la sección más elegante del antro.

Samanta tomó asiento a mi lado y se me acercó.

---Dime, cuando el dolor se comparte, se hace menos.

La miré a los ojos. Su mirada era tan sincera que no me quedó otro remedio más que explicarle lo que me había sucedido.

                            ~~~

Después de que Valentina pasó por mí, me preguntó si conocía un lugar donde pudieramos admirar la ciudad entera desde lo alto. Mi primera opción fue guiarla hasta un mirador que solo pocos conocemos. Ahí estacionamos el coche de cara hacia el valle noreste. Sacó una botella de vino, una que su padre había traído desde Madrid y que al parecer era muy fino. A mí no me gusta mucho el vino, así que cada vez que tenía oportunidad y que Valentina no me miraba, yo tiraba un poquito al suelo para terminármelo más rápido. Comenzamos a hablar de la felicidad, de lo que significaba para ella y de lo que significaba para mí. Me dijo que para ella la felicidad era sentirse libre, poder tomar decisiones sobre tu vida y no depender de que alguien más las tomara por ti. Yo le dije que para mí la felicidad consistía en lograr tus sueños, los pequeños y los grandes. En viajar, en conocer nuevas personas y experimentar con lo que te rodea. La felicidad está en no quedarse con las ganas.

De la nada, me besó. Nunca nos habíamos besado. No porque yo no quisiera, sino porque no se había presentado la ocasión. Nos habíamos comportado todo ese tiempo como amigos. Pero, en ese momento, me dejé llevar y la besé de regreso. La acerqué a mi cuerpo con la fuerza y la torpeza de quien no había hecho eso antes. En nuestra guerra por amarnos nos arrancamos la ropa y rompimos el par de copas que aún guardaban un poco de vino.

No les voy a hacer el cuento largo: Valentina y yo hicimos el amor. Bueno, más bien, Valentina y yo nos unimos en un baile de jadeos, besos y contracciones.

Hasta aquí va todo bien, la noche no podía ser más perfecta. Por fin acepté mi condición de enamorado y, al hacerlo, me pregunté por qué había rechazado sentir eso anteriormente. Sentirse así es algo irreal. Estoy convencido de que si todo el mundo se sintiera como yo me sentí en esos momentos, todos seríamos felices, no necesitaríamos de nada más. Sin ambición, sin peleas, sin vacíos en nuestro ser. Pero, segundos después, recordé por qué, cuando era niño, me había repetido una y otra vez las palabras:<<el amor es una pendejada>>.

Ocho lugares que me recuerdan a ti✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora