Rey Henry

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—El Rey Henry Reynolds nació el 18 de enero del año 5638. Heredó el trono del Reino de Matisse luego de ser el sobrino legítimo del antiguo rey, Frederic Reynolds, quien no tuvo descendencia masculina. Se dice que era un buen hombre, que sabía cada uno de sus nombres y que siempre tenía un trato cordial. El Rey Henry fue una excepción viviente. Era holgazán, impuntual e impaciente, pero todos estos defectos eran dejados de lado debido a sus virtudes, su simpatía, su simpleza y sus buenos tratos. Le gustaba bajar a los subsuelos a asegurarse de que toda la servidumbre estaba a gusto y luego se introducía a la habitación durante horas, se creía que era porque quería estar solo. Asumió a su cargo a los veinte años de edad, era tan solo un niño, pero había sido criado en un clima de humildad y dulzura. Sin embargo, siempre hay una manzana podrida en las perfectas historias. El nombre de esta manzana podrida es Irene Montenegro. Al asumir sin ninguna experiencia previa, el Rey Henry debió seguir los consejos de los asesores de gobierno, que aseguraban que desposar a Irene Montenegro, princesa de Luisiana, un reino que se negaba a realizar acuerdos comerciales con Matisse. Sin embargo, al ser propuesto el matrimonio, estos acuerdos fueron aceptados. Entre los Reyes Henry e Irene jamás se sintió un afecto real. Irene Montenegro es una mujer vil y cruel que siempre recriminó a Henry por la forma en la que trataba a básicamente todo el mundo. Irene no podía comprender que Henry fuera tan abierto a relaciones con la servidumbre e hizo todo lo posible por censurar estas actitudes de la prensa, pero fue inútil, pues siempre lograban averiguar los secretos escondidos dentro del castillo. Henry Reynolds e Irene Montenegro tuvieron dos hijos, William Reynolds, siguiente en la cadena de herederos al trono de Matisse y Eleanor Reynolds, quien conservaría el cargo de princesa. Sin embargo, hace dieciséis años, el Rey Henry fue encontrado muerto en su alcoba. Muerte súbita, según lo que se nos ha informado. Desde entonces, Irene Montenegro es la legítima Reina de Matisse.
—¿Ese es el fin? —pregunto, entreabriendo los labios para respirar hondo.
—Es todo lo que sé, todo lo que me han contado —responde Cody, asintiendo—. ¿Por qué tanta curiosidad por el Rey de pronto?
—Por nada. —respondo, evitando su pregunta—. Pero recuerda, me debías una después de tu comentario en la cena, no le digas a nadie que te pregunté.
—¿Crees que soy la clase de persona que va a contar tus cosas por ahí?
Alzo una ceja, Cody suele tener ese tipo de comportamiento. Él tan solo tiene dos años más que yo, y es el único chico que se asemeja a mi edad que sirve al castillo. Llegó aquí desde el Reino de Luisiana. Entre reinos suelen compartir y entremezclar a sus criados cuando consideran que no están rindiendo su máximo potencial. Conozco a Cody desde que llegó aquí cuando tenia tan solo quince años, y yo trece. Tiene cabellos marrones, al igual que sus ojos. Su tono de piel es oscura, debido al bronceado permanente que ha conseguido en Luisiana, luego de su trabajo diario bajo la intensa luz del sol. Aquí no realiza trabajos de fuerza, en Matisse se lo requiere para que cree música con esas grandes manos que tiene.
Nuestras pieles contrastan cuando se encuentran, es cómo ver un conjunto de té de dos colores totalmente opuestos.
—Pero esta vez no lo haré.
—Espero que no. Ahora sí, mira la hora que es, debo ir a preparar la ducha para la señorita Eleanor —me excuso, para escapar de la conversación, antes de que deje ir todas las palabras atormentadas que tengo en mi boca.
¿Que mi madre y el Rey Henry Reynolds tuvieron un amorío? Suena a una romántica historia donde el rey es obligado a casarse sin amor y de pronto conoce a un amor imposible con quien comparte un hermoso momento. Pero no parece real. Mi madre, una doncella del castillo, se enamora del rey y mantiene una relación con él, y queda embarazada a mi edad, tan solo 17 años. Me cría, evitando hablar de un padre que se supone se encuentra fuera del castillo y, finalmente, me da la noticia de no solo que mi padre está muerto, sino que también solía ser el Rey de Matisse y que, por lo cierto, yo soy nada menos que una princesa ilegítima que ha heredado sus ojos.
¿Cómo no lo vi antes? Al igual que yo, y que su otra hija Eleanor, solía tener ojos verde esmeralda, tan nítidos que en la enorme fotografía en honor a él en el centro del salón principal, se puede admirar su brillante tonalidad. Además de eso, no encuentro en él ningún parecido a mí. En la fotografía luce como el hombre amable y confiable que todo el mundo dice que él era, y también se nota su faceta corpulenta y esbelta. Lleva un traje negro con una camiseta negra y un pequeño sujetador con la típica luna grabada en el centro, símbolo utilizado para representar al Reino de Matisse. A pesar de que veo lunas por doquier, nunca he visto su resplandor en primera persona, pues las horas más tardías son en las que no salgo del castillo, pues hay demasiado trabajo dentro del mismo. Aún así, nunca oí hablar de la luna con admiración, por lo que es una idea que nunca me ha afectado.
—¿Qué haces aquí? —Una voz me sorprende por detrás, obligándome a apartar la vista de la fotografía en la pared.
Reconozco esa voz y no significa nada bueno. Doy un par de pasos hacia atrás y me volteo para encontrarme con el rostro enojado de Eleanor. Es un año menor que yo, y no ha conocido al Rey... quiero decir, a nuestro padre, mucho mejor que yo. Los criados cuentan con lamento esa historia más seguido de lo que deberían, sobre la pequeña bebita que tan solo pudo tener a su padre unos meses antes de que él abandonara este mundo. Sostienen que ella hubiera sido mejor persona, tal como lo es el príncipe William, que pudo disfrutarlo durante siete años antes de que se fuera definitivamente. Dicen que es la amargura y la tristeza del crecer sin un padre lo que la ha hecho una muchacha tan caprichosa y malcriada.
—Lo siento... yo solo... —murmuro, llevando mi mirada al suelo perfectamente pulido, como acto instintivo— yo solo... su padre era un buen hombre.
—Lo era —concuerda, asintiendo. Levanta la vista hacia la fotografía en la pared y luego vuelve a mirarme—. Eso no te da derecho para caminar por los pasillos. Cualquiera puede verte, ¿crees que es correcto que los criados se vean correteando por allí, a la luz del día?
Lleva un largo vestido esponjoso, de color celeste pálido. A diferencia de mi, su piel posee más color, sus mejillas tienen esa suave matiz rojiza que es normal en quienes se enfurecen.
—No... por supuesto que no —respondo.
—El otro día fuiste muy afortunada, obtuviste mi piedad y no te entregué a mi madre, pero esta vez no serás tan suertuda, Annika.
—Señorita Eleanor... —empiezo a decir, alzando la vista para mirarla, en forma de plegaria—. Por favor...
—¡Y encima te atreves a mirarme! —me interrumpe, riendo a carcajadas—. ¿Cómo siguiera se te ocurre? Arrodíllate ante la realeza.
—¿Arrodillarme? —pregunto, sin pensarlo siquiera.
—Vamos a dejar claro algo, entre nosotras —aclara, acercándose un par de pasos hacia mí—. Tú eres mi doncella y yo soy la princesa. Soy quien da las órdenes aquí, así que, o te arrodillas y me muestras respeto o enfrentarás... no, tu madre enfrentará las consecuencias.
Cierro los ojos con fuerza, encontrándome en un dilema del que no sé escapar. No puedo irme en este momento ni tampoco puedo volver a mirarla y decirle la infinidad de cosas que quiero decirle. Siento mi corazón palpitando sobre mi pecho, tan potente que es capaz de quitarme el aliento. Bajo la vista hacia mis harapos, un vestido suelto que en su momento debió de ser blanco, con marcas de óxido y de sustancias que ahora se torna hacia un feo marrón. Incluso nuestros atuendos me dejan en inferiores condiciones que ella, y encuentro la respuesta en mis pies descalzos frente a los de ella, tapados por las capas de su vestido.
Temblorosa, y en contra de mí verdadera voluntad, me deslizo lentamente hacia el piso y me sostengo a través de mis rodillas, delante de ella, de sus cabellos castaños y de su sonrisa de superioridad.
—Es increíble el poder que un título te otorga, ¿a que sí? —afirma, con diversión.
—Si...
—¿Sí qué?
—Si princesa.
Sus ojos se encienden ante la aparición de una idea en su mirada. Reconozco cada una de sus acciones, tantas humillaciones, tantas risas a mi costa. Eleanor Reynolds debe haberme dado el rol oficial del su bufón personal y es por eso que la señorita a menudo rompe cada uno de sus códigos morales para torturarme con sus humillaciones.
—Esta noche, necesito que te quedes acomodando el desastre de los cocineros.
—Señorita, ese no es mi trabajo, ese es trabajo del personal nocturno.
—Pero quiero que tú los ayudes, no es problema, ¿no?
Niego con la cabeza y trago saliva, reprimiendo las palabras.
—¡Perfecto! Iré a visitarte para asegurarte de que estás allí. Ya puedes irte.
Dejo ir el aire contenido en mis pulmones y muerdo mi labio, mientras el enojo y las expectativas de esta noche me ocasionan un avanzado bostezo.
Observo el gran reloj al lado de la enorme fotografía de quien se supone que es mi padre. Tan solo son las 8 y 45pm. Eso significa que la señorita Eleanor ha utilizado su valioso tiempo libre en mí, en torturarme. Y qué bien lo ha hecho esta vez.

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⏰ Última actualización: Jul 26, 2020 ⏰

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