Parada frente al espejo, Sofía observaba su reflejo. Su rostro, su figura. Juzgándose a sí misma con total desagrado. Nada de lo que veía en ella misma la complacía, más bien todo lo contrario. Este solo hecho no solamente le desagradaba, sino también le asqueaba. Le repugnaba a tal punto que odiaba verse al espejo desde lo más profundo de su ser. Se sentía realmente repulsiva, de formas que nadie alcanzaría a comprender aunque intentara explicárselo de mil maneras posibles. Pero realmente sabía, en el fondo, que ese inenarrable y horripilante sentimiento no provenía de su propia percepción sobre su belleza física. Aquel reflejo no era más que un espejismo, un recipiente físico capaz de contener la verdadera naturaleza horrorosa que percibía. No odiaba su recipiente, sino su contenido. Lo detestaba de una manera tan vehemente que no soportaba la sola idea de que aquel ser fuera ella misma. Esa era la verdadera razón por la que estaba parada frente al espejo; ese era su propio método de tortura. Intentaba atormentarse, movida por la profunda rabia, la impetuosa furia violenta que sentía a causa de su propia alma. Y lo estaba logrando con creces. La repulsión mezclada con el odio que sentía en ese momento era tan terrible, tan oscura, tan inmensa, que comenzó a quemarle las venas. Lenta y dolorosamente, comenzaron a arder por dentro, haciéndole sentir el tormento que puede provocar el fuego dentro de un cuerpo humano, sin propagarse más allá de ellas, pero tampoco apagándose. Ardiendo cada vez más dentro de sí, sin consumirla internamente, solo existiendo para torturarla de la manera más cruel y despiadada. Y en un estado de masoquismo enfermizo, al mismo tiempo que las llamas ardían dentro de sí misma, comenzó a reír. Las carcajadas estruendosas, mezcladas con los alaridos de dolor que no podía evitar arrojar a raíz de tan atroz tormento, parecían emerger del mismísimo infierno. De modo que Sofía, quien había comprendido que lo que consideraba un merecido castigo por fin había llegado a efectuarse, cuando sintió que finalmente podría deshacerse de su naturaleza hórrida para siempre, rompió el espejo con su propio puño. Extendió su mano abundantemente ensangrentada hacia el suelo, buscando un pedazo de cristal roto lo suficientemente resistente y filoso para poder manipular, y mientras sostenía su propia mirada en el pedazo de espejo que permaneció en su sitio, llevándose el cristal al cuello, se lo abrió en dos con todas sus fuerzas, rebanando su cuello de una forma irremediable. La sangre comenzó a brotar sin descanso a través de su garganta, salpicando todos los cristales. Arrodillándose, intentó sonreír burlándose de la víctima, de sí misma, de sus demonios internos. O de solo uno en concreto. Sofía cayó al suelo, sin fuerzas para levantarse más nunca de allí, esperando agónicamente su fin. Aguardando el momento en el que las llamas dejaran de arder.
Había muchas noches en las que Andrea se despertaba con la grata sorpresa de que esa voz no seguía pronunciándose, haciéndole notar su presencia constantemente como lo hacía de forma habitual. Ya se había acostumbrado, luego de tantos años escuchándola. Al principio la asustaba, cuando recién empezaba a apoderarse de ella. Pero luego lo asimiló, acabó aceptándola, e inclusive, comenzó a sentirse acompañada, como si aquella voz fuera su amiga.
Andrea al principio no confiaba en lo que le decía. Intentaba resistirse a sus manipulaciones, a los múltiples intentos de aquel ser por manejar todo lo que hacía. Pero con el tiempo, cuando comenzó a encariñarse con ella, bajó la guardia. Empezó a escucharla más, a pedirle consejos amorosos, a expresarle sus emociones. Empezó a ver en aquel ser a un psicólogo, uno que creía fervientemente que solo quería verla bien, que todas las cosas que le decía eran para su propio provecho, para sentirse mejor. Poco sabía cuales eran sus verdaderas intenciones. Dichosa hubiera sido de haberlo comprendido a tiempo.
Aquella voz le decía cosas tales como que debía alejarse de todo el mundo, porque la gente siempre puede apuñalarte por la espalda. Que no se podía confiar en ninguna persona, porque solo buscan su propio beneficio. Que no debía escuchar a nadie más que a él. Le aconsejaba, de hecho, que odiara a todos. Y que debía hacerlo porque todo el mundo la menospreciaba, que aun aquellas personas que le tendían una mano, únicamente lo hacían para burlarse de ella.
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El Carroñero de Almas
HorreurAndrea encontró una nueva amistad, una que cambiaría su vida por completo. Solo que no de la forma que hubiera querido...