Si algo aprendió Johan durante sus años en Telfs fue a cultivar sus propias verduras y hortalizas. En el monasterio era parte de las tareas diarias de los hermanos controlar los cultivos y mejorarlos en todo modo que les fuera posible ya que no sólo dependía de ello su calidad de vida por la comida que consumían, sino principalmente por la demanda externa de productos que tenían. Era muy normal en aquellos años que, además del diezmo semanal que se entregaba durante la misa, los miembros de la comunidad ayudaban a cultivar y vender los productos de la huerta del monasterio. Esto se daba debido a que por costumbre de la Orden, los sacerdotes no tenían posesiones propias, por lo que dependían en gran medida de la producción y venta de sus cultivos, como así también de la caridad de los fieles.
Poco tardó Johan en hacer de aquel pedazo de tierra arruinada y mal cuidada, una huerta digna de admiración. Papas, zanahorias, calabazas, lechuga, y unas cuantas variedades de frutas y verduras más. Además, se las ingenió para instalar un parral que diera las uvas para el vino de misa. Quería también reparar el cobertizo pero le faltaban algunas herramientas, por lo que decidió acercarse al centro del pueblo para ver si algún vecino podía ayudarlo. Al llegar a la base de la ladera donde se encontraba el mercado, Johan percibió lo que había hecho huir al sacerdote anterior: los pobladores no le dirigían la palabra y algunos hasta se burlaban a su paso por su atuendo. Él decidió ignorarlos y continuó buscando martillos, clavos, destornilladores y tornillos. Sin embargo, la gente allí parecía no estar muy contenta con su presencia en el pueblo. Todos, menos una joven. Su nombre era Klara.
Klara Hamann era sin lugar a dudas un encanto de muchacha. Sus ondulados cabellos rubios y sus ojos celestes como el cielo podían lograrlo prácticamente todo. Gracias a la ayuda de Klara, Johan pudo conseguir algunos artefactos para reparar su cobertizo. "Gracias por eso" dijo Johan algo avergonzado. "La gente aquí no es mala, solo están acostumbrados a que el monje anterior los hostigara cada vez que los veía divirtiéndose tomando alcohol o jugando a las cartas" respondió Klara. Caminaron juntos hasta una tienda donde los recibió un hombre alto y fornido con una gran sonrisa en sus labios. Por el color y la forma de sus ojos, Johan dedujo acertadamente que aquel hombre era el padre de la muchacha.
"Buenos días Padre. Mi nombre es Dietrich Hamann, bienvenido a Alpbach" dijo el hombre con una gran sonrisa. Johan había notado algo peculiar en los rasgos de Klara, pero al conocer a su padre lo comprendió: las únicas personas que habían sido amables con él ni siquiera eran católicas. Eran judíos. Los Hamann eran una familia relativamente nueva en el pueblo, sin embargo, habían logrado ser aceptados ya que el buen Dietrich era el único carpintero y herrero que quedaba en el pueblo. Su labor era tan necesaria que se había ganado el respeto de los locales. Aún así, no eran muy tenidos en cuenta en las decisiones que se tomaban en la comuna, puesto que eran considerados forasteros todavía. Los Hamann era una familia típicamente trabajadora. Habían llegado de Hallstatt hacía veinte años, justo antes del nacimiento de Klara. Dos años más tarde llegaría a la familia Sophia, la más pequeña de los Hamann. Dori, su madre, se dedicaba a tejer en telar, confeccionando bellos manteles, cortinas y alfombras que vendía en el mercado central del pueblo. Sus hijas, Klara y Sophia, se ocupaban de mantener la casa limpia y en orden, y ayudaban a sus padres en sus respectivos negocios.
"Muchas gracias por la ayuda. Ahora podré reparar el cobertizo de la capilla y poner en funcionamiento todo el lugar" dijo agradecido Johan. Antes de que pudiera retirarse, Dori lo convenció de que se quedara a almorzar, puesto que ya tenía lista la comida y no les afectaba poner un plato más en la mesa. Johan quería declinar la oferta, creía que ya lo habían ayudado lo suficiente, pero también era consciente de que esa era toda la compañía que podía encontrar en aquel lugar. Aceptó entonces la invitación y los acompañó en el almuerzo. Él tenía por costumbre bendecir los alimentos que iba a consumir, pero en aquella ocasión compartía la mesa con miembros de una religión diferente, por lo que permaneció en silencio. Sin embargo, Dietrich lo invitó a bendecir la mesa juntos. Entendía que al fin y al cabo ambas religiones veneraban al mismo Dios, y que dar una bendición conjunta sería del agrado de su Creador. Este gesto descolocó a Johan pero accedió con gusto a hacerlo. Jamás creyó que estaría en una situación similar y recordó sus años en Telfs. Comenzaba a comprender el mensaje. Su misión era estar allí, era unirse como ser humano al pueblo que ahora le abría las puertas, dejando las diferencias religiosas y la inmadurez característica de su edad a un lado. Por primera vez desde que dejó el monasterio, se sentía como en casa.
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El Monje
Tiểu thuyết Lịch sửLlegar a un pueblo olvidado por la civilización en medio de la nada no era el mayor inconveniente que Johan tendría. Lo que lo esperaba allí era mucho más que un ambiente hostil en la fría Áustria de 1938...