Capítulo 2: Antepasados

29 4 0
                                    

El suave viento de verano soplaba en nuestros rostros, a la vez que caminábamos por el caminito de tierra, uno de esos caminos que nunca sabes quién lo construyó, pero está ahí de todos modos, esperando por ti.

A mi lado, Gabriela iba un poco apartada, sin mirarme en ningún momento, solo limitándose a observar a los costados. Miré también por el otro lado, perdiéndome en la vista repleta de árboles enormes a la distancia, mientras más cercanos se encontraban plantaciones de maíz, mandioca y cocoteros a montones.

En un pastizal poco apartado, un rebaño de vacas pastaba a la vez que otras dormitaban, levantando sus cabezas cada vez que pasábamos cerca de ellas, aunque mirándonos con desinterés.

—Es enorme, ¿todos estos terrenos pertenecen a nuestra familia? —Pregunté. Gabriela pareció salir de su estado de concentración.

— ¿Eh? Si, bueno, lo son en gran parte, después de todo, los antepasados de nuestros abuelos eran los más acaudalados y poderosos de la zona. ¿Ves ese monte de allá? —Preguntó, apuntando a un monte que se veía a la lejanía a varios kilómetros a lo mejor—. Ese monte sigue siendo parte de nuestros dominios.

— ¿Eh? ¿En serio? —Pregunté sorprendido. Miré al otro lado, y ella quizás intuyó lo que le preguntaría.

—Sí. Pero hacia allá, el terreno no llega tan lejos —sonrió, y apuntó al punto donde antes ella miraba—. Allá, donde ves ese bananal*, se encuentra en terreno de la familia Sosa. Además, si caminamos un kilómetro por ese sendero, nos toparemos con una cerca. Ese es el límite de nuestro terreno.

—Ya veo —dije, volviendo la vista a lo lejos, contemplando lo inmenso del terreno—. Bueno, supongo que sigue siendo una enorme cantidad de hectáreas que pertenecen a nuestra familia.

—Sí, así es —dijo, acercándose un poco más. Quizás, la conversación hizo que se sintiera más cómoda—. Y todas esas hectáreas están divididas entre todos los miembros de la familia. Al no venir tus padres, eres el dueño temporal de tu casa, así que podrás hacer lo que quieras con ella.

—Vaya —solté un suspiro—, creo que tendré que modular mi conducta, entonces. Oye, ¿puedo preguntar algo?

—Sí, claro —me respondió.

—Bueno, dijiste que nuestros antepasados eran muy poderosos acá, ¿por qué los abuelos ya no lo son? Mira, entiendo que ahora las leyes son más estrictas que antes, pero he vivido diez años en Asunción, y puedo estar seguro de que aunque las leyes en el pueblo en sí sean las mismas que en todas partes, en el campo no siempre se rigen por las leyes en sí, ¿verdad?

—Sí, tienes razón —respondió, adelantándose unos pasos—. Mira, Santi... Piribebuy es un pueblo muy unido, muy cordial, eso es cierto, pero una vez que te adentras en él y llegas a la zona de los campos, estancias y demás, todo eso cambia.

— ¿Cambia?

—Así es. Mira... —se encogió de hombros, señalando una especie de banqueta formada por troncos de árboles. Ella se sentó y fui a su lado—. Yo no estoy muy enterada a fondo de las leyes en general o del funcionamiento de las grandes ciudades, pero una vez en el campo, muchas leyes pierden todo valor. Acá las reglas no proceden del estado, sino que básicamente es conformada por un consejo de los dueños de terrenos y hectáreas.

— ¿Eh? Dices como... si se tratara de una especie de consejo de líderes o algo así, ¿verdad?

—Sí, pero incluso entre los jefes de familia, ellos se rigen por la ley del más fuerte. Bueno, en este caso, el más fuerte es el que posea más hectáreas de tierra. Y, en el pasado, los antepasados de los Vera tenían bajo su poder casi el cincuenta por ciento de las tierras.

... Y entonces eran las 9Donde viven las historias. Descúbrelo ahora