Capítulo 0

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Había una vez un Dios Sol y una Diosa Luna que se encontraban cada noche a la hora del crepúsculo. En el atardecer, el Dios Sol, quien debía iluminar la cara opuesta del planeta Tierra, daba paso a la bella Diosa Luna, encargada de velar por los sueños de aquellos humanos que dormían en la oscuridad de la noche. Era la Diosa la procuradora de reflejarlos haces de luz procedentes del Dios Sol, para que aquellos seres nocturnos que necesitasen un faro, allá a lo lejos, se guiasen sin contrariedades. El uno y el otro se encontraban inmersos, desde la edad antigua, en una tradición que los ataba a una rutina arcaica. En una ocasión, al dar paso el Dios Sol a la bella Diosa Luna, este le propuso vivir una aventura sin igual. Con tono decidido y porte galante, el Dios le sugirió a su fiel amiga adentrarse en el mundo terrenal para así conocer los entresijos de aquellos que vivían bajo sus pies. "¡Podríamos saber que se siente al pasear por sus bosques, al beber de sus lagos! Estoy impaciente por zambullirme en sus mares y calentarme al amparo de una hoguera. Imaginaos, ¡esa proximidad con los dueños del planeta! ¿Qué otro astro sería capaz de aventurarse en tal hazaña?" decía el Dios Sol, maravillado por las posibilidades que se abrían frente a sus ojos. "¿No será peligroso? ¿Quién velaría por ellos?" argumentó la Diosa Luna, intranquila por la proposición. "Sólo iré si venís de mi mano" finalizó el Dios Sol. Ella, asombrada por la valentía de su compañero, aceptó rauda la propuesta.

Una vez la decisión fue tomada, la pareja debía adoptar una forma bajo la cual pasar desapercibidos en el planeta Tierra. "Un ave, capaz de sobrevolar las montañas más altas y zambullirse en los mares más profundos" propuso el Dios Sol. "Los lobos son mis más fieles aliados, pero nos sería imposible convivir con los humanos" añadió pensativa la Diosa Luna. "¿Qué os parecen las luciérnagas? Son pequeñas, fáciles de ocultar, y dotadas de hermosura. ¿No es una idea maravillosa?". Una estrella no muy lejana, tan vieja como cauta, habló intentando mediar en la disputa. "Oh Dioses ancestrales, ruego disculpéis mi atrevimiento, pero he sido participe del diálogo sin haberlo pretendido. Después de tan dificultosa deliberación, en mi mente ha aparecido un ser sin igual, que podría ofreceros las mil aventuras que ansiáis con premura. ¿Han pensado sus majestades en los felinos? Tras años de estudio, mis ojos han sido testigos de cómo se han ido transformado de deidades de antaño a prefectos compañeros de aquellos a quienes van a observar. Su belleza los ha cautivado sin igual". Ambos se miraron fijamente, convencidos con la proposición de la estrella. El astro acogió con los brazos abiertos el deseo de ambos dioses y cayendo en picado hacia el firmamento, su haz de luz fugaz convirtió a la Luna y al Sol en criaturas con orejas puntiagudas y zarpas afiladas. Lentamente, la Luna se había transformado en una hermosa gata blanca, con una mancha negra semicircular con dos picos en cada extremo. Sin embargo, el Dios Sol se convirtió en un robusto gato negro, con una pequeña mancha blanca circular, de la cual nacían líneas repartidas a lo largo de la figura. Ambos dioses acordaron que esta sería una maravillosa condición para no olvidar su pasado, su presente y lo que algún día volvería a ser su futuro. Tan enigmáticos como sigilosos, comenzaron sus andanzas por la civilización humana en busca de aquellas sensaciones comprendidas para los habitantes del planeta. Aunque sus primeros pasos fueron torpes y solitarios, los dioses pronto encontraron cobijo en la Tierra. Poco a poco fueron adaptándose a sus hábitos, a sus costumbres y formas, y a ser mimados por todos aquellos que se les acercaban. Hasta que un día ambos dioses decidieron que era momento de separarse.

Una tarde, a la hora del crepúsculo, se encontraban el Dios Sol y la Diosa Luna descansando sobre un tejado cercano. La brisa hacía que sus bigotes jugaran al viento mientras sus ojos estudiaban inquietos a todo aquel que pasaba junto a ellos. Cruzaron una mirada, sonrientes. "Al fin he encontrado mi hogar, una joven muchacha que me observa como nunca lo ha hecho otro ser humano". Embelesado, el Sol miró a la Luna. Esta, con ojos apasionados le contestó: "Hay una familia, no muy lejos de aquí, que me ama y me da cobijo. Juego con sus hijos hasta que caen rendidos al sueño. Mi deseo es permanecer con ellos hasta el momento en el que nos volvamos a encontrar". Ambos gatos juntaron sus colas y prometieron, que algunos años más tarde, volverían a ese mismo tejado para así decidir sobre su futuro en el planeta tierra.Los meses pasaron y la Luna convivía con la familia y sus más allegados. Aprendió con destreza la lengua, estudió las ideologías y comprendió la jerarquía humana. Observó cómo estos seres se establecían en familias y que, desde pequeños, desarrollaban unas características genéticas preestablecidas a la vez que aprendían otras tantas. Pero sus ansias de sabiduría no se satisfacían escuchando las charlas familiares. Necesitaba más. Necesitaba viajar, vivir en otros parajes, estudiar culturas exóticas y entender aquello a lo que los humanos profesaban tanta fe: su deidad. En definitiva, ansiaba seguir descubriendo más secretos sobre este sabio planeta. Entretanto, el Sol pasaba sus días contentando a la bella joven que había conseguido hacerse dueña de su corazón. La observaba mientras pintaba, mientras escribía y mientras bailaba cocinando. Los olores de la casa le embriagaban, la música le hacía moverse a su son y la luz que entraba por la ventana cada mañana le reconfortaba su espíritu. Sin duda, el mejor momento del día llegaba al crepúsculo,cuando la joven se recostaba en el sofá y lo apresaba entre sus brazos para hacerle caricias mientras él ronroneaba. No necesitaba conocer más de aquel mundo por el que tanto había velado. Aquella joven ponía cada día sonrisas en sus labios, alegría en sus ojos y fuego en su alma. Ansiaba, más que nada, permanecer por siempre al lado de la muchacha.

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⏰ Last updated: Jan 30, 2020 ⏰

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La ira de los diosesWhere stories live. Discover now