Capitulo 4

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A la mañana siguiente, cuando Vicky llegó a trabajar tras una noche en la que no había pegado ojo por lo ocurrido, lo vio sentado donde estaba cada mañana y lo saludó con un gesto de cabeza, pero esta vez no le sonrió. No estaba para risitas, y menos con él.
Heriberto, que tampoco había pasado una buena noche, al ver su reacción se levantó y la saludó.
—Buenos días, Victoria.
—Buenos días, señor.
La voz y el saludo de la muchacha eran distantes. Eso le dolió y Heriberto murmuró:
—Lo siento. Me equivoqué.
Al oírle decir eso, Vicky asintió y, sin ganas de confraternizar con él, dijo:
—Mire, señor, no se lo tome a mal, pero es mejor que deje las cosas como están o el café con sal que le serví el otro día se va a quedar en nada comparado con lo que le puedo dar hoy.
Dicho esto y con brío, se alejó de él y diligentemente se puso a trabajar. No quería verlo. Estaba muy enfadada. Heriberto, al ver aquello, y atado de pies y manos, se dio la vuelta y salió del restaurante. No quería montar un numerito ante todos los trabajadores.
Un buen rato después, el jefe de sala de Vicky la llamó.
—Lleva una bandeja con una cafetera y una jarra con leche al despacho del señor Ríos Scoth.
Con la intención de quitarse aquel marrón de encima, respondió:
—Señor González, estoy liada con las mesas. ¿Por qué no se lo pide a otra camarera?
Su jefe, mirándola, insistió.
—El jefazo se va en una hora para el aeropuerto y quiere café. ¡Vamos, llévaselo!
Tras resoplar por la orden recibida, la chica cogió una bandeja, puso lo solicitado y fue hacia el despacho de Heriberto. Al llegar, la secretaria le guiñó un ojo y Vicky llamó a la puerta, entró y, sin mirar hacia la mesa, dejó la bandeja en la mesita donde otro día había dejado la comida y anunció:
—Aquí tiene lo que ha pedido, señor.
Rápidamente se dio la vuelta para salir, pero una mano la sujetó del brazo y oyó decir:
—Mírame, Victoria.
—No.
—Hazlo. Te lo ordeno como tu jefe que soy.
Protestó. Le repateaba que le hablara así. Resopló y, cuando se volvió a mirarlo, él expuso:
—Me equivoqué y te pido perdón.
—Perdonado. —Y, consciente de que lo estaba haciendo mal, siseó—: Ahora, qué tal si me suelta, se toma el café y se marcha para el aeropuerto. ¡Va a perder el vuelo!
Él no la liberó y, con la intención de hacerla sonreír, preguntó señalando la cafetera:
—¿He de fiarme de ese café o lleva sal?
Al oírlo, ella puso los ojos en blanco y, con chulería, cuchicheó:
—No me gusta el humor inglés.
Él maldijo. Ver su gesto de enfado le hacía patente lo molesta que estaba e insistió.
—Escúchame, por favor. Soy un hombre a quien le gusta controlar su vida las veinticuatro horas del día... y ayer me di cuenta de que tú controlabas la mía. Me sentí incómodo..., fuera de lugar mientras hablabas con ese amigo tuyo y, además, no suelo demostrar mi afecto en público y menos aún...
—Tranquilo, señor —lo cortó—. No se volverá a repetir.
Aquella rotundidad en su mirada le hizo saber que lo estaba empeorando y, bajando el tono de voz, susurró mientras la miraba a los ojos:
—Escucha, Vicky la Loca. Me atraes muchísimo, pero me asustan nuestras diferencias, y no sólo de edad.
Al decir aquel apodo se la ganó. Sin duda él estaba poniendo de su parte para que se reconciliaran; sin ganas de ponérselo fácil, dijo:
—Señor, ¿no se marcha en una hora?
Angustiado al ver que ella no claudicaba en su enfado, se apoyó sobre su mesa y contestó:
—No. No me voy. Acabo de llamar a mi oficina de Londres para retrasar mi regreso dos semanas.
Vicky se quedó sin palabras.
—Ayer me comporté como un idiota —reconoció él—, cuando lo que realmente quería era estar contigo, invitarte a cenar y hacerte el amor... si tú me lo permitías.
Vicky no pudo hablar. Las emociones que sentía le habían sellado la boca. Sólo lo pudo mirar mientras él se quitaba la americana y la dejaba colocada sobre una silla.
Después, tras desanudarse la corbata, se la quitó y se desabrochó el primer botón de la camisa que llevaba.
—Y si ahora me despeinas, podemos continuar donde lo dejamos ayer —la animó a seguir sin dejar de mirarla.
Aquellos actos y sus palabras finalmente la hicieron sonreír. No creía en los cuentos de príncipes y princesas, pero, al ver su gesto, que se acercaba más a ella y se agachaba para besarla, finalmente, gustosa, aceptó.
Apasionada por aquel beso y su dulce manera de disculparse, Vicky se agarró a sus fuertes hombros y él la aupó en sus brazos feliz por lo que había conseguido. Ya era la segunda vez que la besaba en aquel despacho. Aquello se estaba volviendo algo cotidiano, placentero y deseado.
Durante varios minutos se besaron con locura, sin pensar que la secretaria podía entrar, hasta que se oyó un ruido fuera, y Vicky, asustada, se separó y comentó:
—Creo que es mejor que regrese a mi trabajo.
—¿Tiene que ser ahora mismo? —preguntó mimoso mientras le mordía el cuello.
Deseosa de decirle que no, sonrió pero finalmente añadió:
—Estamos en el trabajo. Aquí, tú eres el jefe y yo, la empleada. ¿Lo recuerdas, no?
Jorobado por aquello, la bajó al suelo pero, antes de soltarla, preguntó:
—¿Aceptarías que te invitara a cenar esta noche? —Ella lo miró y él, poniendo ojos tiernos, murmuró—: Por favor, dime que sí.
Cautivada por aquellos modales tan selectos y diferentes a los de sus conquistas o amigos, ella asintió y él rápidamente agregó:
—Sé dónde vives. Pasaré a buscarte por tu casa a las siete, ¿te parece bien?
Como una autómata, asintió y susurró:
—Yo no ceno a las siete de la tarde. A esa hora cenáis los guiris.
Divertido por aquella matización, sonrió y afirmó:
—Propongo esa hora para estar más tiempo contigo. Pero, tranquila, cenaremos a la hora que tú quieras.
Vicky sonrió y volvió a preguntar:
—¿He de ponerme muy elegante?
Heriberto lo pensó y finalmente respondió:
—Te voy a llevar a un precioso restaurante de un amigo. Ponte muy guapa.
—Botas militares, ni hablar, ¿verdad? —se mofó.
Mientras paseaba su mano por el rostro de ella, afirmó:
—Ni hablar.
Atontada por lo que aquel culto hombre le hacía sentir y tras darle un último beso que le supo a gloria, cuando salió del despacho sonreía con una sonrisa que no lucía cuando entró.
El resto del día trabajó como si estuviera en una nube y, cuando se cruzó con él en la recepción del hotel, miró hacia otro lado para que sus miradas nos los delatasen.
«Pa matarme», pensó.
Aquella tarde, cuando Heriberto fue a buscarla a la puerta de su casa, bajó corriendo. No quería que sus padres fueran alertados por los cotillas de los vecinos, y más cuando vio que éste había acudido con chófer a buscarla.
Al salir del portal, lo miró y sonrió. Como siempre, llevaba un encorsetado traje, pero estaba muy guapo. Heriberto, caballeroso, la esperaba fuera del vehículo y, al verla acercarse, la contempló con intensidad y murmuró mientras le abría la puerta del vehículo:
—Victoria, estás preciosa... y sin botas militares.
Llevaba un vestido azulón, el cabello suelto y unos tacones de infarto; ella se burló:
—Gracias, Heri, tú también estás muy guapo... y con traje.
Entre risas, besos, arrumacos y bromas, durante más de hora y media el coche les dio un paseo por las calles de Madrid hasta que ella habló de cenar. Una vez que lo mencionó, Heriberto le dio la dirección al conductor y éste los llevó a un fantástico restaurante donde todo era lujo, clase y minimalismo. Y aunque en un principio se sintió incómoda rodeada de aquella gente tan fisna, como decía su madre, poco a poco, gracias a él y a sus atenciones, se relajó y lo disfrutó.
—¿Te ha gustado el postre?
Vicky miró su plato vacío y, como no quería ser descortés, respondió:
—Sí.
Aquella afirmación tan rápida a Heriberto le hizo sospechar y, escrutándola, le preguntó:
—¿Qué ocurre?
—Nada.
Heriberto dejó la cuchara sobre el plato y, recostándose en la silla, insistió.
—No voy a dirigirte la palabra hasta que me digas qué ocurre.
La joven puso los ojos en blanco y, tras percatarse de que nadie la escuchaba, murmuró:
—Vale... vale... te lo diré. Todo está buenísimo, pero yo necesitaría tres raciones de cada cosa para quedarme con el estómago en condiciones.
Aquella apreciación sobre la comida a Heriberto le hizo sonreír y ella, señalando su plato de postre vacío, murmuró:
—El plato es enorme y de diseño, pero la comida, escasa. Y yo soy de las que, cuando tengo hambre y salgo de cena con los colegas, me meto en el cuerpo dos hamburguesas con queso, aros de cebolla, patatas fritas y nuggets.
Boquiabierto, la miró y preguntó:
—¿Eso quiere decir que te has quedado con hambre? —Vicky asintió—. ¿Y qué comerías ahora? —añadió divertido.
Avergonzada por su aplastante sinceridad, resopló.
—Pues, aunque me consideres una tragona, te diría que una hamburguesa, un pincho de tortilla, unas empanadillas... No sé. Algo con consistencia. A mí, tanta espumita y cosas así, no me llenan.
Sin demora, Heriberto pidió la cuenta y, una vez que los dos estuvieron fuera del bonito restaurante, dijo:
—Vayamos a saciar tu apetito. ¿Dónde quieres ir?
Encantada por ello, la joven lo cogió de la mano y entraron en un bar que había dos calles más abajo. Allí, entre risas, Vicky pidió una ración de calamares y una de patatas bravas y, cuando acabó, murmuró:
—Esto es comer y lo demás son tonterías.
Contento, Heriberto asintió. No le cabía la menor duda de que la chica tenía buen apetito.
Al salir del bar, Vicky propuso ir a tomar algo y, cuando él aceptó, lo llevó a beber unas copas a un local de moda de Madrid. Si lo hubiese dejado elegir a él, habrían ido a un sitio almibarado donde sólo se tomaban cócteles escasos y de diseño.
Una vez que entraron en el local y la luz azulada los envolvió, Vicky hizo lo que llevaba toda la noche deseando. Se tiró a su cuello y lo besó con pasión.
Heriberto, dejándose llevar por la fogosidad de ella, en un principio aceptó sus besos con gusto, nada le chiflaba más que sentirla tan cercana, pero, cuando su mano subió peligrosamente hacia su entrepierna, decidió parar aquello. Él no era así.
—Aquí no, Victoria —murmuró nervioso.
Sin sorprenderse mucho por aquella reacción, la chica sonrió y, apoyándose en la barra, preguntó:
—¿Has mirado a tu alrededor?
Él lo hizo. Pero, cuando vio a varias parejas desfogadas besándose y tocándose, insistió:
—Yo no soy así. Lo siento, pero soy incapaz de demostrar mi afecto en público.
—¿Por qué?
Incómodo con la mirada de ella, respondió:
—Hay ciertas cosas que, repito, deben hacerse en la intimidad.
Juguetona por aquello, sonrió. En cierto modo estaba de acuerdo con él, per susurró haciéndolo sonreír:
—Menudo trabajito que voy a tener contigo para que te sueltes la melena.
Divertido por su comentario, fue a decir algo cuando ella pidió dos copas y después comenzó a bailar una canción. Le encantaba bailar, aunque los zapatos de tacón la estuvieran matando. Así estuvo un rato hasta que, al sentir la mirada de él, preguntó:
—¿No te gusta Lenny Kravitz?
El nombre de aquel artista le sonaba y preguntó:
—¿Éste es Lenny Kravitz?
Ella asintió y, mientras bailaba, afirmó:
—The Chamber es de su último disco. ¡Buenísimo! Vamos, Heri, baila un poquito.
Como si mirase una nave especial, él negó con la cabeza y sentenció:
—No. Yo no bailo.
Vicky soltó una risotada y, acercándose a él, murmuró alborotándole el pelo:
—No bailas. No besas en público. Tu mundo está lleno de ¡noes! Vamos, Heri, desmelénate un poco, que la vida son dos días.
Arreglándose el descolocado cabello, él cogió su bebida y sonrió. Sin duda lo suyo no era desmelenarse.
Aquella noche, tras varias copas, risas y confidencias, Vicky sólo consiguió que la acompañara hasta su casa y la besara en la oscuridad de su portal. Allí no los veía nadie.
A Heriberto, excitado por la noche que ella le había hecho pasar, por un instante se le pasó por la cabeza proponerle ir a su casa. La deseaba. Pero finalmente se contuvo.
Debía respetarla.
Consciente de lo que ambos deseaban, Vicky sonrió. Sin duda Heri era diferente, un caballero, y una vez más, al no proponerle sexo esa noche, se lo demostró.
Así estuvieron durante dos días.
En el hotel, eran prácticamente dos desconocidos que sólo se permitían besarse a escondidas cuando ella llevaba algo a su despacho, pero por las noches, cuando se encontraban a solas, se besaban con auténtica pasión, aunque nunca llegaban a más.
Durante la tercera jornada, a la hora del almuerzo, Vicky regresaba de llevar una bandeja de comida a una habitación y cuando salía del ascensor, vio a Heriberto apoyado en recepción hablando con una mujer.
El glamur de aquella fémina era impresionante. Alta, guapa, elegante en el vestir.
¡Perfecta! Sin duda aquellos dos pegaban no sólo por edad, sino por el estilo a la hora de vestir. Curiosa, Vicky se fijó en ella y, cuando instantes después se asomó a la recepción, donde estaba Triana, ésta la informó de que se trataba de Leonela, la hija de uno de los consejeros del hotel.
Desde su posición, Vicky vio a Heriberto sonreír y, en el momento en que aquélla le colocó la corbata y le pasó un dedo por la mejilla con cierta sensualidad, estuvo a punto de gritar de frustración. Cuando instantes después aparecieron el padre de ella y el de él y los cuatro salieron del establecimiento para montarse en un coche y marcharse, la rabia la inundó.
Triana, que conocía lo que existía entre ambos, fue a decir algo, pero Vicky, ofuscada, la miró y siseó:
—Mejor no digas nada. Por favor.
Esa noche, a diferencia de otras, él no la llamó y su malestar se acrecentó. Pero ¿qué le estaba pasando? Ella nunca había sido tan territorial con ningún chico con el que había tenido algún lío pasajero.
Apenas pudo dormir esa noche y a las seis de la mañana llamó al hotel para informar de que no podía ir a trabajar. No se encontraba bien.
Acostada en su cama, pensó en lo que estaba haciendo. Se había liado con el dueño del hotel aun a sabiendas de que aquello no la iba a llevar a ningún sitio, excepto al inminente despido en cualquier momento.
¿Por qué estaba jugando con su trabajo?
Los hombres adinerados y poderosos como Heriberto siempre acababan con mujeres como Leonela, nunca con alguna como ella. Peor se puso cuando, encima, supo que aquélla vivía en Londres como él, y que estaba en Madrid de paso. Ambos estaban provisionalmente.
¿Sería casualidad?
Sobre las once de la mañana, el móvil de Vicky comenzó a sonar.
Al mirar la pantalla, vio que se trataba del número de él y no lo cogió. Su mente y sus negativos pensamientos la habían envenenado y no quería hablar con Heriberto o sacaría el demonio oculto en su interior que luchaba por manifestarse.
Heriberto, al no verla aquella mañana, se preocupó. La noche anterior, por temas de negocios, no había podido ver a Vicky y estaba desesperado por encontrarse con ella.
Y cuando supo que estaba enferma, un extraño presentimiento lo preocupó. Intentó hablar con ella varias veces durante todo el día, pero todo fue imposible y eso lo desesperó.
A la una de la tarde, cuando aún estaba en la cama escuchando música, la madre de Vicky abrió la puerta de su habitación con una increíble sonrisa y dijo:
—Hija de mi vida. Ay, Aurorita, ¡mira lo que has recibido!
Incrédula, contempló aquella bonita caja blanca alargada y vio unas preciosas rosas rojas de tallo largo; de inmediato supo de quién eran. No conocía a nadie tan caballeroso ni adinerado como para enviar aquello.
—Son flores como las que se regalan a las princesas —dijo su madre mientras se la acercaba—. Oh, fíjate: ¡hay una notita!
Sonrió con disimulo y, cogiendo el papel que aquélla sacó del sobrecito, lo desplegó y leyó para sí misma.

Café con salDonde viven las historias. Descúbrelo ahora