一個 Único

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Aún en sus últimos instantes, la madre de Laura siempre le miró de la misma forma. Adorable, resiliente y espontánea, así era la Laura reflejada en sus ojos ancianos, pero, cuando estos dejaron de mirar, Laura dejó de fingir.

Ya no tenía fuerzas ni siquiera para llorar, solo para vagar la mirada por el techo cándido que reflejaba la palidez de su propia piel durante horas, hasta que el sueño reclamaba de nuevo su lucidez.

Por la mañana, ya la cortina de lona blanca que separaba a una madre de su hija no servía a su función. En la otra camilla solo quedaba un recuerdo. La esperanza de hace un par de semanas, se había desvanecido junto con las ganas de aguantar un poco más. Si hubiera habido un enchufe del que tirar, ella misma se hubiera desconectado, pero la condición de Laura estaba lejos de ser similar a la de un paciente de muerte cerebral.

Aunque le dolía respirar, todas las mañanas se despertaba percibiendo un fuerte olor a quemado que se volvía más sutil por la tarde. No sabía de dónde provenía el extraño aroma, pues no había ventanas, y las paredes del domo donde estaba recluida permanecían selladas por completo. Los generadores de electricidad quemando combustible eran la hipótesis más lógica para Laura, un combustible que parecía perder calidad con el tiempo a juzgar por la putridez.

La estricta rutina del centro de cuarentena implicaba ingerir suplementos líquidos por la mañana, dejarse inyectar un fuerte retroviral al mediodía, y comer algo un poco más sólido a la hora de la merienda. Dos veces a la semana, se sometía a estudios exhaustivos del equipo médico. La mayoría del tiempo, no lograba entender de lo que hablaban. Sus estudios en idioma extranjero no aplicaban al dominio de la jerga médica. Lo único que había logrado deducir de entre tanta cháchara era el nombre del asesino silencioso que la consumía lentamente desde dentro, el síndrome respiratorio de Wuhan.

Laura sabía perfectamente donde se ubicaba Wuhan geográficamente. Lo sabía, porque había trabajado como profesora de inglés en Hong Kong durante los últimos tres años. Cuando decidió volver a casa, jamás sospechó que su viaje se convertiría en una pesadilla. Fue luego de pisar suelo patrio que las noticias del brote de Wuhan llegaron y, con ellas, una portadora del virus.

Los síntomas pasaron desapercibidos por un tiempo. En ese entonces, Laura no era el primer recipiente del virus en llegar, y tampoco sería el último. El visitar a su madre, que hasta hace poco había sido una ilusión de año nuevo, se convirtió en algo tan terrible como el dolor que sentía en el pecho al recordar. Lloró durante unos minutos, pero su llanto fue interrumpido por la apertura de una escotilla por donde ingresó un miembro del personal médico.

Laura hubiera jurado que era la muerte misma que venía a reclamar su alma al observar el traje y la horrible máscara de gas que llevaba puesta el enfermero. ¿Era la hora de la inyección? No, ya había recibido la dosis del día. ¿Qué era entonces?

–Parece que el olor se está colando aquí dentro –murmullo el enfermero a través de la máscara, acercándose a la camilla y haciendo ruidos con la nariz–. ¿Cómo te sientes, Laura? -preguntó, esta vez en voz alta.

Laura, estando ya bajo la sombra del enmascarado, no quiso contestar. Le pareció la pregunta más estúpida del mundo. Lo único que llamó su atención fueron algunas manchas oscuras esparcidas en el traje del sujeto.

–Tengo noticias para ti –agregó el enfermero, luego de deducir que ella no iba a contestar–. Tengo un calmante aquí mismo –continuó, mostrando una inyectadora casi repleta de líquido–. Es solo precaución. No puedo predecir cómo vas a reaccionar.

–Dilo de una vez –habló Laura con voz débil y carrasposa.

–Encontramos una cura –aseguró el enfermero.

El color de la carne abrasada ☠️ (Relato corto)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora