Dos Caras

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En un suburbio de la vieja ciudad un hombre andrajoso, se adentraba por el callejón empedrado que era iluminado por una débil farola ubicada a metros de distancia. Con un caminar perezoso y destartalado pasaba cerca de un par de clientes que ofrecían sumas, miserables, a las prostitutas en la entrada. Aletargado observo con absoluta desconfianza y temor a un par de personas maltrechas sentadas en el piso y a otras tantas afirmadas en las paredes. Mas no se permitió volverse, llego a la última puerta que había sobre la pared izquierda, en lo más profundo del lugar. Respiro hondo, meditando los motivos que lo llevaban allí, y como hace un instante, la duda se cernía sobre el- “tenia que salir de allí”- le decía una parte suya. Justo cuando parecía dispuesto a marcharse, volvió hacia la puerta y golpeo dos veces, se dijo así mismo-“si no sale nadie me largo de aquí, el asunto llega hasta aquí”- pasaron cinco minutos y sus pensamientos divagaban- “quizás no tengan lo que busco realmente, aunque me lo prometieran” “la necesito” “No, no lo hago”- su cerebro era un péndulo que iba de un lado a otro. Suspiro aliviado al no ser atendido, pero cuando se disponía a cumplir su palabra, la puerta se abrió bruscamente y dentro del recinto amortiguado en oscuridad un anciano, de cara ruda y aguileña, lo invitaba a pasar.

Hasta el día de hoy recordaba la expresión fría e inquisitiva del tipo, combinadas con la voz en su cabeza que exclamaba “Huye” “Huye” “¡¿que has hecho?!” Se encontraba ante esa cacofonía incesante de voces lúgubres, teñidas de disonantes  volúmenes. El temor le infundía un respirar acelerado, latidos confusos; y la certeza, de que ante el pecado cometido, ya no había redención. El anverso de un espiral que volvía al mismo punto, donde dos realidades opuestas se encontraban; su yo que deseaba volver al pasado y el que no se arrepentía de lo sucedido.

David, era el joven ejemplar, de buena familia, querido y respetado por todo aquel que tuviera el dichoso “jolgorio” de tratar con el. ¿Cuantos podrían imaginar la oscuridad que invadía su alma? Seguramente ningunos de sus allegados. Reunidos en esta tarde neblinosa, en las vísperas de su cumpleaños, el día que daría pie a un nuevo comienzo.

Para explicar mejor quien era y quien seria, físicamente, solo otro joven de simple belleza, la cual solo servia para agregar un sabor extra a la perfecta imagen que estaba destinado a dar. Era el hijo prodigo de un padre, aún más pródigo, nacido para garantizar el funcionamiento de todo cuanto fuera suyo en vida. Pero que en su pecho se encumbraba una serie de matices fluctuantes y ambivalentes que se esmeraba por ocultar-“...una sola debilidad- repetía su padre- y  el primero que la descubra, te aniquilara, perderás lo que es tuyo y no solo eso, sino que desaparecerás con ello...”-. A veces anhelaba que nunca hubiese pronunciado esas palabras, que nunca la hubieses descubierto tan verdaderas.

Había conocido a esa persona, un hombre, el más perfecto, a quien, sin dudas, había idealizado, a quien, quizás, amaba profundamente, porque ¿de que otra manera se podría llamar a ese sutil encanto del que era victima?; lo atraía a el, siempre lo lograba con sutiles cumplidos, esos maravillosos y malditos cantos de sirena; lo arrastraban a sus pies. Había descubierto que esa persona era el poseedor de dos grandes dones: el primero, le había permitido convertirse, secretamente, en las columnas que sostenían su vida, su voluntad, su valía; y segundo que al ser el dueño de eso, se había convertido en el único capaz de destrozarlo, con algo tan simple y vano, como una injuria. Este hombre le había dado un boleto de viaje, inigualable, directo al templo de sus debilidades ocultas, aquellos designios épicos que condenan a todo hombre: logro que se dirimiera entre la culpa, la vergüenza y el dolor; logro revelar cuanto amor le profesaba su corazón. Una parte suya caía en ese pensamiento -“...Lo amo...”- se repetía; y la otra decía -“...me lastima, no lo soporto...”-; pero esta sutil pieza no surgió hasta que fue demasiado tarde.

Fue una noche, en una de sus tantas conversaciones, que repentinamente se cuestiono -“¿porque?” “¿Porque me trata así?”- pero rápidamente subestimo ese sentir, así como el sesgo de sosiego llego, se lo trago el silencio. Siguió adelante, tanto como pudo, negándolo, y fue así que las cosas llegaron a este punto. Cuantas veces ocurrió, cuantas acallo la duda y el dolor, siempre ese sutil desequilibrio lo atacaba, ese monstruo llamado confusión; o quizás fue la necesidad crédula, de la bondad y compasión propia, que lo condeno. Esa necesidad de “ser bueno”, lo llevo a una sola resolución: soportar; soportar felicidades fingidas y efímeras, frente al descomunal odio evidenciado. -“Si me ama”- “...es por el...” - “...esto esta bien...”- ¡Cuantas mentiras hay a través de esa frases! Lo cierto es que ser victima tiene algo de magia, ya que las victimas son siempre tomadas por sorpresa, es paulatino, ¡asimilan tan fácilmente lo que ocurre que ni siquiera son concientes del papel que ejecutan en la obra! El  joven lo intuía pero acallaba esa tormentosa necesidad de huir que iba y venia en su mente; es así que ocurrió el desgraciado, -¿o afortunado?-, suceso. Aun hoy, el, no lo sabía.

Fue así que, durante la tarde soleada del tres de septiembre, David estaba haciendo, lo que siempre hacia cuando se trataba de su mas amado, consentir, lo que este había expresado. Su día había sido rutinario, algo de trabajo dentro de una grisácea oficina, la cual odiaba, pero porque “él lo quería así” el creía correspondiente trabajar allí. Termino su horario estipulado y subió al auto, recorrió el camino navegando en sus pensamientos los cuales volvía a los anteriormente mencionados. Otro día que lo hacia regresar agotado a su hogar, y esperándolo en su puerta lo encontró a el.

La felicidad lo colmo al verlo allí de pie, mostrando interés en el, tanto así que velozmente se apresuro a su encuentro. Lo invito a pasar para así tomar su bebida favorita, una buena cerveza. Conversaron de todo lo posiblemente interesante para ellos: trabajo, motos, fútbol o política, un tema era rápidamente reemplazado por otro en la vorágine. Ambos esparcían carcajadas sonoras, que resonaban en el apartamento de sus vecinos, a través de esas paredes carentes de densidad. Una visita calida y amena, viviría siempre los recuerdos de los colindantes.

Regresaba siempre esa pregunta “¿cuando lo decidió?” Pero ahora lo vislumbraba, fue un comentario, una mención insípida, sobre un error insignificante que cometió, esa pequeña ventisca rompió el vidrio, esa broma sello su mente en un cofre. Y fue allí que los recuerdos se tornan neblinosos. Recuerda el -“sabes siempre espere, pero...” -.fue el tono decepcionado, el que resulto hiriente a su corazón y lo avasallo, lo sumió en un repaso de hechos. El intento de detenerlos. -“no se quizás...”-“...se suponía que serias...”- escucho, sonrió y asintió. Se levanto a la cocina y regreso ofreciendo otra cerveza en un vaso.

Su risueño interlocutor bebía el líquido, y cambiaba la plática por otra, fue fácil seguir cada palabra que decía, dar la respuesta esperada; aunque le costaba recordar siquiera que respondía. Solo sabía que el lucia alegre ante cada comentario suyo; fue así durante una hora, quizás menos, quizás muchas más; hasta que lo vio caer muerto. Una medida de cianuro lo libero de su mayor enemigo y su más grande “amor”.

Estuvo las últimas horas antes de su cumpleaños, el cinco de septiembre, atrapado en el dolor, horas atrapado en el éxtasis de esa añorada libertad. Horas que lo separaban de esta sutil celebración que le era ofrecida, ante su mas cercana familia, horas que lo separaban del adiós definitivo, a lo que era, había sido y seria. Horas que lo separaban del último adiós. Hoy al fin despedía los restos de su padre.

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