Mirkwood darkness

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El bosque negro era uno muy diferente a los que ella había conocido en su largo trashumar por los reinos de Arda. Tal vez en edades tempranas los altos árboles habrían dado pruebas de su resplandeciente nombre de Erin Galen atravesando Rhovanión de parte a parte con su fulgor esmeralda. Mas ahora que se había internado en la maraña vegetal más allá de cualquier precaución que le fuera advertida, la anciana era muy conciente de la pesadez que el ambiente de las frondas oscuras emitía. Las ramas secas y retorcidas de árboles agónicos amenazaba con ahogarla o enloquecerla con sus voces tortuosas y sus humores densos. Escuchaba atenta, los sonidos del manto vegetal, las alimañas acechaban en una oscuridad impenetrable por la luz del sol o la brisa de manera que no le permitía orientarse desde hace horas o días, no estaba segura, ni ver un estrella en el  firmamento. ¿Qué corrupción había infestado el corazón del gran bosque verde hasta dejarlo en ese estado lamentable?, se preguntaba con mayor preocupación conforme pasaba el tiempo y no encontraba rastro de camino, ni sendero alguno de elfos o mortales.  

Cansada, se sentó en el podrido tocón de un árbol añoso a fin de escuchar los sonidos del bosque y sus habitantes. Tal vez así descubriera una salida de ese bosque laberíntico. ¿Por qué había sentido en sus entrañas esa emoción nostálgica de un recuerdo alegre que se enraizaba en este lugar al verlo repetidamente en sus sueños? Ahora no sentía sino un tenaz desasosiego que se expandía sobre su espíritu como un veneno lento, pero letal. Intentó acallar sus pensamientos y concentrarse en  la vida y el vibrar del mortífero bosque. Primero no captó mucho. Luego el ligero crujir de las hojas y el eco sordo de un viento de aliento marchito que anegaba el bajo lecho vegetal. Las pequeñas vidas aún sobrevivían a la malignidad que se extendía: Diminutas hormigas, gusanos en el follaje muerto que tapizaban todo y amortiguaba el susurro casi estrangulado de los grillos que había intentado seguir sin mucho acierto, el ulular del búho, y ratones que saltaban a sus nidos. Allá lejos,  aleteos de  murciélagos, el zumbar de moscas gordas sobre el agua estancada del arroyo; burbujear en el agua lodosa y el croar de los sapos en un estanque moribundo. De pronto con una tensión en el aire quieto no escuchó nada. El mundo se había quedado callado y expectante. Era el silencio de la muerte acercándose. Sus demás sentidos se alertaron por un sonido desconocido.  Arriba, unos chasquidos sordos y crueles que estremecían de miedo, golpes sobre la corteza de los árboles  como de tenazas y dientes que se acercaban. Abrió los ojos apenas a tiempo, lo que vió descender contra ella la dejó helada. Enormes, de cuerpos peludos y negros con un olor infecto. Unas patas largas y afiladas como dagas estaban suspendidas sobre ella a unos seis metros entre el follaje decadente del bosque, silenciosas. Eran los ojos múltiples de las abyectas creaturas, descendencia inmunda de Ungoliath. Un chasquido iracundo la alertó de su inminente ataque. Sus sentidos crispados hicieron que el instinto de supervivencia reinará sobre el pánico antes de ser pasto de las arañas.  La mujer alzó su báculo y clamó con voz de mando palabras de poder olvidadas por los hombres:
 

!edledhia Ungolianthioni¡ú-athradathach!

(Apartaos progenie de Ungoliath

No han de ir más lejos)

El conjuro estalló en una orbe de luz pura e inusitada, hiriendo las horridas pupilas de las bestias que chillaron de ira y de dolor enceguecidas. Los múltiples ojos quedaron ciegos de pronto, las patas se retorcieron de agonia.  La mujer entonces  aprovechó para huir de los temibles monstruos que le cerraban el paso, y que de seguro la devorarían si le daban alcance. Con el bastón golpeó a una, lanzándola a un lado y escapó por donde pudo. En su huida tropezaba con raices y troncos, intentando no mirar atrás. El cansancio la ahogaba, pero no dejó de correr a pesar de la asfixia. Escuchaba el lamento y el chillido de las arañas que iban tras ella, furiosas por la lacerante luz del báculo.

Los chasquidos iracundos le rozaban los talones.  Latía su corazón acelerado en los oídos. Cada vez más cerca estaban sus perseguidoras, y ella estaba cada vez más agotada. La luz tremaba en su debilidad. La capa desgarrada y el rostro arañadas por las ramas que se atravesaban tercas por su camino, el aire viciado le quemaba los pulmones. Era demasiado vieja para estas aventuras se recriminó.  Tras largos minutos el peso de la angustia la superaba y pronto a su pesar, se daría por vencida. Rezó internamente a Varda para que la auxiliara, y liberó su canto como ruego con su último resuello en los pulmones:

¡A elbereht Gilthoniel!... Fanuilos, le linnathon! Aliath!

Pero la Luz de Varda estaba muy lejos. No había estrellas que pudieran socorrerla. El firmamento cerrado por la oscuridad del denso bosque esquelético  silenciaba su ruego. Gimió aterrada. El descuido le costó muy caro. Un red viscosa lanzada de las fauces asquerosas desde las ramas le hizo tropezar. La hiel le llegó a la garganta y cerró su voz. La horridas patas le cercaban el paso. Pensó aterrada, ¿jamás volvería a ver la luz de Valacirca, ni el brillo de Ithil como joya en las noches inumerables de verano? La pena la embargó y su voz se quebró en llanto al tropezar y caer en un pantano. Las arañas la circundaban con las fauces crujientes de sus tenazas en sonidos estridentes. Pronto sus huesos se romperían bajo sus mandíbulas.

De pronto un agudo  dolor la hirió como una daga en su pierna derecha. El chillido triunfal de las bestias arácnidas le advirtió de su segura perdida antes de que la vista se le nublara y el mundo se hundiera en la negrura de la nada.

La Bruja de PlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora