Una noche, una pareja de enamorados descansaba sobre una piedra a la luz de la luna. Ella frágil, esbelta y dulce, hija del cacique. Él: gil, alto y fuerte, renombrado cazador y temido guerrero. La luna, testigo de su cariño, conocía de sus planes, de su constancia, zozobras y amoríos. Miraban plácidamente la inmensidad del cielo, con las manos entrelazadas, prometiéndose amor eterno, escuchando el bullicio silencioso de la plácida noche. Súbitamente, el silencio se interrumpió al crujir dolorosamente una rama seca que se quebraba. El guerrero de un salto se puso en pie con el filoso puñal desenfundado pero... el inquietante ruido no se repitió más, la armoniosa calma continuó. Una suave brisa transportaba el perfume de las fragantes flores silvestres.
El viejo cacique, sentado en sitio preferente, escuchaba con atención. Su rostro, cruzado por profundos surcos de experiencia, brillaba como si fuera de bronce, iluminado por las amarillentas llamas del fogón expresando intensa serenidad.
Como un felino entra en su cueva cuando no lo amenaza peligro alguno, así entró, arrogante y silencioso, el gran sacerdote al palenque. Paso a paso atravesó el lugar hasta acercarse al patriarcal jefe. Susurrante empezó su relato. Ninguno de los presentes oyó ni una palabra con claridad. El rostro del anciano, que reflejaba serenidad completa segundos antes, empezó a cambiar sucesiva y rápidamente de expresión.
Las llamas, primitivos reflectores, iluminaban la transfiguración: disgusto... apatía... leve interés... profunda atención... sorpresa... tristeza... enojo... cólera... furia.
El cacique lentamente se incorporó. El narrador automáticamente cortó su relato. El gran sacerdote, de ojos negros pequeñísimos y refulgentes, se apartó de su lado y el anciano, con paso lento pero firme, se dirigió hacia el templo y empezó el viejo cacique a orar al sol.Sol todopoderoso, oh Dios inmenso! Con profundo dolor vengo hoy, triste día, a pedirte clemencia para nosotros y castigo ejemplar para quien no supo obedecer tus inflexibles mandatos. Mi hija, mi propia hija, insensatamente ha querido por mucho tiempo a un guerrero de la tribu de cazadores, enemigo de nuestra raza y nuestra religión. Por su sacrílego pecado, oh dios, te pido castigar su falta y maldecir al miserable infiel. Quejumbroso, al cacique continuó suplicando, primero con voz sonora y fuerte, luego con gritos poderosos, ensordecedores. La calma de la aldea fue desalojada por los retumbantes gritos del viejo que pedía, al Sol Dios, ejemplar castigo que fuese lección eterna para los pecadores irreflexivos y desenfrenados.
El Dios... le oyó. Con mano omnipotente tomó a la dulce y enamorada muchacha y con furia le incrustó en el azul del cielo, en el azul intenso, en el azul profundo, convirtiéndose en suave, blanca y vaporosa nube que engalanó por primera vez el cielo de Costa Rica.
El Dios vengativo no tocó al bravo guerrero, viril y valiente. Murió de soledad jurando luchar eternamente por alcanzar a su amada.
Como era tradicional, el intrépido guerrero fue enterrado en la llanura con los ritos y ceremonias dignos de sus méritos y rangos.
Sus amigos abandonaron pronto el lugar dejando en la tumba el cuerpo yerto, guardián del juramento eterno. Esa misma noche la tumba quebró la monotonía de la llanura, empezando a crecer. Con esfuerzo titánico creció convirtiéndose en túmulo, lentamente de túmulo en duna, despaciosamente de duna en loma, de loma en montaña, de montaña en el imponente Irazú. Irazú, centinela gallardo de aquella llanura. El juramento estaba cumplido...
En las mañanas frías, la nube blanca, vaporosa y femenina, cariñosamente envuelve al gigantesco Irazú, guerrero viril, disfrutando eternamente de su amor, el cual ni el omnipotente Dios del viejo cacique logró romper.
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Leyendas de Costa Rica
ParanormalneATENCIÓN: Hay algunas leyendas que también son de otros países.