1 CAPÍTULO

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—Señorita Stillwater, ¿podría contarme de que se trata esto?

El señor reconocido por su vejez, lleno de cargos y múltiples certificados de numerosas universidades prestigiosas, la anima. Es tan sofisticado que no piensa abrumarla con preguntas, pero su curiosidad ya está llegando al punto exacto. Se inclina un poco en su mesa de roble fino y su Rolex meticuloso queda a la vista. Esta mañana se lo probó, mirándolo en su muñeca, era lo que hacía todas las mañanas. Eso y mirar los billetes en la caja fuerte, su riqueza y su éxito. Nunca se había atrevido a salir con él de la casa. Muy mezquino si sabemos cual es su apellido. Pero la llamada que tanto esperaba había llegado, posiblemente hizo lo que en sus últimos años no había hecho, tomar un taxi y dirigirse hasta donde ella.

Toda la noche lo había repasado, la chica es indulgente pero muy avariciosa. Es simpática pero muy escéptica. Muy pragmática tanto que choca con la impulsividad que el por su edad y crianza le fastidiada.

Quizá por eso le causaba cierta empatía. Ella era nueva en eso de los billetes, en eso de las tarjetas, en ese método clasista tan prometedor que se consigue con la experiencia en ese mundo.

Se lo repetía como oración, ella era su oportunidad. Ella era el plan de para avanzar de su paro, su carrera estática y sería la tarjeta clave, más que su membresía en su club campo favorito. Más que su palo de golf con la punta de oro que colgaba en su cabecero—pobre de su señora– cada vez que le hacía el amor tenía que ver su pretencioso artificio, colgado como cabeza de alce. Pero ella lo era todo. Bueno, la historia lo era.

Ella que era conocida por su desconcierto por todo. Sacó sin mucha gracia el libro, y se lo entregó, él lo recibió como el único juguete que le faltaba a su colección.

Claro que eso cambió cuando vio la reconocida portada, esa por la cual los diseñadores se pelearon por ser su acreedor, esa que en sus pobres currículos sobresaldrían por tener ese apellido. Ese nombre. Esa publicidad.

Hiram Caldwell, más conocido por su esposa, cuyo apellido era Grossman, ese de las revistas. Ese del pasillo de la biblioteca, el que la bibliotecaria solo deja pasar a pocos. Esa familia de la que hablan, su esposa, si su esposa. La única hija que queda de todo el escándalo millonario. Posiblemente es el único hombre que lo conocen por su mujer, y posiblemente es el único que no se avergüenza por ello. Si nos ponemos creativos quizá hasta sea el único hombre de Estados Unidos al cual no le pasó el apellido a su esposa, si no que fue al revés. Que duro tuvo que haber sido, su ego, su apellido, todo ella.

Ella tan manipuladora, tan metódica, tan encerrada, tan especial. Esa de las que denigra a las mujeres sin ser su intención, porque desde que nació en esa cuna, sabía que no solo iba a ser un apellido. Lo tuvo claro, desde que las cámaras los seguían, desde que los muros y la seguridad aumentó. Lo tenía más que claro, era de las que su físico no solo atraía si no que hechizaba. Tanto que un periodista encubierto se enamoró, decían que el tenía las pruebas suficientes para destruirlos, tenía todo. Pero ella, ella lo amarró. Estaba tan perdido por ella, tan cegado, que como prueba de amor lo destruyó, todo por ella. Se alejó de su familia, de sus amigos, de todo. Todo quedó atrás, el hombre encargado de la dinastía fue él.

—Lo leyó ¿no? — dijo, ella mirándolo.

—Por supuesto señorita, ¿pero que tiene que ver esto con todo? —frunció el ceño.

—Si a un prisionero después de cumplir su condena le ponen una ventana y una puerta y le dicen que escoja por donde quiere salir, ¿Cuál cree que escogería? –se levantó y caminó por su despacho, tenía solo una ventana, la cual solo se veía el centro del edificio. Tenía libros por todas partes como cualquier aficionado a demostrar su sabiduría, pero no solo eran para eso, además de para el polvo, era para dejar en claro su poder adquisitivo apenas al entrar. No había ni uno que fuera de pasta blanda– Quizá pensará que escogerá la puerta. Tomó los años que le impusieron por su falta de un buen abogado, perdió los años, esos que la justicia le pareció justo. Sin que suene irrelevante, claro. Tal vez lo último que pensó ese día fue que le harían esa pregunta, quizá hubiera preparado un discurso honorífico dando su moral sobre el tema, defendería lo que le prometieron —Corrió la cortina y miró para el piso de abajo–O tal vez miraría la ventana y se acordaría de toda las veces que planeó escaparse, toda las veces que soñó con verse con sus hijos y esposa ya mayores. De toda las veces que maldijo su pérdida. También pensaría en esa vez que el guardia le tiró la comida al suelo como un animal, se acordaría de lo que pensó en ese momento, en tomar su cuchara de plástico y enterrársela como si fuera de metal en su ojo. Se reprocharía a sí mismo diciendo que ese tiempo no fue suficiente, se merece más, su pecado no tiene redención. ¿Se merece una salida triunfal o una como la que lo hizo encerrar?, ¿Qué haría usted señor Hammers?

LOS GROSSMANDonde viven las historias. Descúbrelo ahora