Parte 1 sin título

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El otro

Era una cálida y nublosa mañana de Septiembre. En uno de mis tantos viajes a Barcelona a los que me enviaba la empresa de abogacía para la que trabajaba hacía ya doce años. Tal vez la monotonía de mi vida era la culpable de mi cabello blanco y mi ceño siempre fruncido. Siempre había querido ser artista, pero como tantos otros no tuve más opción que seguir con lo que mi padre habría querido para mí, ser un abogado sin nada que defender en su vida. Nunca hice caso a lo que realmente me gustaba, mis últimas canciones dormían junto a mi guitarra al fondo de un placar viejo y polvoriento que no estaba permitido abrir. Y quizás esa era la razón por la que vivía una vida de tristeza y negación.

Fue esa mismísima mañana que decidí tomarme el subterráneo, en lugar del taxi que me habían reservado. Abrí las canillas de la ducha y mientras esperaba a que el agua comience a calentarse miré el aislamiento de la calle Laietana, poco transitada y cubierta con una espesa neblina que le daba un aspecto aún más melancólico. Cuando comencé a sentir que el vapor inundaba el baño me saqué la ropa y entré.

Me puse mi sobretodo negro y me escabullí en  las solitarias calles del sur de Barcelona, el maletín me pesaba. Los subtes son muy parecidos a los de Buenos Aires, acondicionados y ya no se compran esas tarjetas que son succionadas por la maquina giradora de la entrada. Si hay algo que disfrutaba en mis viajes era el rock cuyo sonido repercutía en las paredes del túnel. Permanecí  frente al músico, lo observé bien de cerca, su cabello blanco se movía por las corrientes de viento de los subtes (vaya a saber uno cuantos perdí con tal de escuchar) que llegaban y se iban. Me centré en su ceño, las arrugas horizontales parecían estar calmadas por el bello sonido de la música. El rasgueo en la guitarra me hacía sentir ese cosquilleo en los dedos. El movimiento vertical del pie, se movía arriba y abajo marcando el ritmo de la canción. Cuando el pie bajaba sentía que la guitarra se desprendía de la pierna y volvía a caer al levantar la punta de los dedos. La melodía inundaba mis oídos. Mi cabellera larga y blanca me hacía sentir calor.

El sonido ensordecedor de un subte acercándose corrompió la tranquilidad de la música. Vi que estaba casi vacío, levanté mis cosas y entré. El camino se hizo largo y el peso de lo que llevaba colgado no ayudaba. Conté las estaciones por número como solía hacerlo y al llegar a la estación número doce, sin siquiera ver el nombre, bajé del vagón. Todo me parecía distinto, los carteles , las caras, nada se veía como antes. Subí las escaleras y la luz cegadora del sol me pegó en la cara de repente. La niebla se había ido, dando espacio a un dia primaveral. Miré la placa con el nombre de la estación. Pueyrredón. Me sonaba conocida, quizás de algún libro del escritor argentino Julio Cortázar.

Seguí caminando, con el tironeo del pelo enganchado a la funda de la guitarra que reposaba en mi espalda.

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⏰ Última actualización: Nov 30, 2014 ⏰

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