En las provincias donde se cría la alpaca, y es el comercio de lanas la principal fuente de riqueza, con pocas excepciones, existe la costumbre del reparto antelado que hacen los comerciantes potentados, gentes de las más acomodadas del lugar.
Para los adelantos forzosos que hacen los laneros, fijan al quintal de lana un precio tan ínfimo, que el rendimiento que ha de producir el capital empleado excede del quinientos por ciento; usura que, agregada a las extorsiones de que va acompañada, casi da la necesidad de la existencia de un infierno para esos bárbaros. Los indios propietarios de alpacas emigran de sus chozas en las épocas de reparto, para no recibir aquel dinero adelantado, que llega a ser para ellos tan maldito como las trece monedas de Judas. ¿Pero el abandono del hogar, la erraticidad en las soledades de las encumbradas montañas, los pone a salvo? No...
El cobrador, que es el mismo que hace el reparto, allana la choza, cuya cerradura endeble, en puerta hecha de vaqueta, no ofrece resistencia: deja sobre el batán el dinero, y se marcha enseguida, para volver al año siguiente con la lista ejecutoria, que es el único juez y testigo para el desventurado deudor forzoso.
Cumplido el año se presenta el cobrador con su séquito de diez o doce mestizos, a veces disfrazados de soldados; y, extrae, en romana especial con contrapesos de piedra, cincuenta libras de lana por veinticinco. Y si el indio esconde su única hacienda, si protesta y maldice, es sometido a torturas que la pluma se resiste a narrar, a pesar de pedir venia para los casos en que la tinta varíe de color.
La pastoral de uno de los más ilustrados obispos que tuvo la Iglesia peruana hace mérito de estos excesos, pero no se atrevió a hablar de las lavativas de agua fría que en algunos lugares emplean para hacer declarar a los indios que ocultan sus bienes. El indio teme aquello más aún que el ramalazo del látigo, y los inhumanos que toman por la forma el sentido de la ley, alegan que la flagelación está prohibida en el Perú, mas no la barbaridad que practican con sus hermanos nacidos en el infortunio.
¡Ah! Plegue a Dios que algún día, ejercitando su bondad, decrete la extinción de la raza indígena, que después de haber ostentado la grandeza imperial, bebe el lodo del oprobio. ¡Plegue a Dios la extinción, ya que no es posible que recupere su dignidad, ni ejercite sus derechos!
El amargo llanto y la desesperación de Marcela al pensar en la próxima llegada del cobrador eran, pues, la justa explosión angustiosa de quien veía en su presencia todo un mundo de pobreza y dolor infamante.