Aquella mañana la casa blanca respiraba felicidad, porque la vuelta de don Fernando comunicó alegría infinita a su hogar donde era amado y respetado.
Empeñada Lucía en hallar los medios positivos para llevar a realidad sus propósitos de socorrer a la familia de Juan Yupanqui, pensó, desde luego, explotar la poesía y la dulzura que encierra para los esposos la primera entrevista después de una ausencia. Ella, que horas antes parecía lánguida y triste como las flores sin sol y sin rocío, tornose lozana y erguida en brazos del hombre que la confió el santuario de su hogar y de su nombre, el arca santa de su honra, al llamarla esposa.
La cadena de flores que sujetó dos voluntades en una estrechó de nuevo a los esposos Marín, sujetando los eslabones el dios del Amor.
-Fernando, alma de mi alma -dijo Lucía, poniendo las manos sobre los hombros de su marido, y reclinando la frente con cierta coquetería en la barba-, voy a cobrarte una deuda, pero... ejecutivamente.
-De modo que hoy estás muy bachillera, hija; habla, pero ten en cuenta que si la deuda no consta legalmente me pagarás... multa -contestó don Fernando con sonrisa intencionada.
-¡Multa!, si es la que cobras siempre, goloso, pagaré esa multa. Lo que debo recordar es una solemne oferta que me tienes hecha para el 28 de julio.-¿Para el 28 de julio?...
-¿Te haces el olvidadizo? ¿No recuerdas que me tienes ofrecido un vestido de terciopelo que luciré en la ciudad?
-Cabales, hijita: y lo cumpliré, pues he de encargarlo por el próximo correo. ¡Oh!, ¡qué linda estarás con ese vestido!
-No, no, Fernando. Lo que quiero es que me dejes disponer del valor del vestido, a condición de presentarme el 28 de julio tan elegante como no me has visto desde nuestro casamiento.
-¿Y qué?...
-Nada, hijo, no admito interrogatorio: di sí o no -y los labios de Lucía sellaron los labios de don Fernando, el cual, satisfecho y feliz, respondió:
-¡Adulona!, ¿qué puedo negarte si me hablas así? ¿Cuánto necesitas para este capricho?
-Poca cosa, doscientos soles.
-Pues -dijo don Fernando sacando su cartera, arrancando una hoja y escribiendo con lápiz unas líneas- ahí tienes la orden para que el cajero de la compañía te mande los doscientos soles. Y ahora déjame ir al trabajo para recuperar los días que he perdido en el viaje.
-Gracias, gracias, Fernando -repuso ella tomando el papel contenta como una chiquilla.
Al salir don Fernando de la habitación de Lucía en dirección al escritorio de trabajo, iba con el pensamiento sumergido en un mar de meditaciones dulces, despertadas por aquel pedido infantil de su esposa, comparándolo con los derroches con que otras mujeres victiman a sus maridos en medio de su afán por gastar lujo: y esa comparación no podía dejar otro convencimiento que el de la influencia de los hábitos que se dan a la niña en el hogar paterno, sin el correctivo de una educación madura, pues la mujer peruana es dócil y virtuosa por regla general.
Pocos momentos después de las escenas anteriores. Marcela cruzaba el patio de la casa blanca, acompañada de una tierna niña que la seguía. Aquella muchacha era portento de belleza y de vivacidad, que desde el primer momento preocupó a Lucía, haciendo nacer en ella la curiosidad de conocer de cerca al padre, pues su belleza era el trasunto de esa mezcla del español y la peruana que ha producido hermosuras notables en el país.
Mirando acercarse a la muchacha, se dijo para sí la esposa de don Fernando:
-Este será, indudablemente, el ángel bueno de Marcela, en su vida; porque Dios ha puesto un brillo peculiar en los semblantes por donde respira un alma privilegiada.