Parte 2

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La observó desde la orilla, sonriendo. Sus colas moviéndose perezosamente de un lado a otro y sus pies chapoteando en el agua, mientras a unos cuantos pasos, descalza, con el pelo alborotado, las mejillas sonrojadas y su sencillo yukata gris enrollado hasta las rodillas, Hinata trataba de atrapar un pez entre sus pequeñas y blancas manos. Gimió con frustración cuando el animal escamoso se escurrió entre sus dedos por enésima vez aquel día.

Naruto rio y ella lo fulminó con la mirada. Le dio la espalda y se concentró en su tarea. Él siempre se estaba burlando de que una princesa delicada como ella no era capaz de hacer las mismas cosas que él, y estaba dispuesta a demostrarle que estaba equivocado. Totalmente equivocado.

Atrapó otro pez y lo sacó del agua, luchando porque no se le resbalara de entre los dedos. Corrió por el agua salpicando a todos lados y saltó a la orilla; un gritito triunfante salió de sus labios cuando consiguió dejarlo junto a los otros, pescados por Naruto.

Ella se volvió, mostrando todos sus perfectos y blancos dientes en una amplia sonrisa que hizo a Naruto enrojecer y desviar la vista, entre incómodo y feliz.

Desde aquel día en que había consentido en hacerse amigo de aquella niña humana sus sentimientos hacia ella no habían hecho más que crecer. No sabía exactamente lo que significaba ni si era bueno o malo, solo que le gustaba tenerla cerca, le gustaba cuando ella le cogía la mano o se acurrucaba contra su costado cuando comían o se tiraban a ver el cielo y a buscar formas en las nubes. En esos pequeños ratos de paz, Naruto era inmensamente feliz. Hinata le había devuelto parte del sosiego y la tranquilidad que había perdido cuando habían asesinado a sus padres, décadas atrás.

Ahora hacía ya casi un año en términos humanos que se conocían y compartían juegos y vivencias. Pero últimamente algo iba mal, Naruto lo sabía, lo intuía. Hinata aparentaba ser la de siempre: tímida, alegre, amable, dulce, tierna y cariñosa. Pero había algo que la molestaba... no, que la entristecía. Y, a pesar de que le había preguntado al respecto, ella se le había salido por la tangente, diciéndole que no era nada, que no se preocupase, que solo cosas de su familia.

Eso lo había molestado y había provocado que la castigara no viéndola durante un día entero, algo que también supuso un castigo para él, porque ya no podía vivir sin ver el rostro de Hinata todos los días. Era consciente, porque ella se lo había explicado, de que Hinata no tenía permiso para andar vagando por el bosque cada vez que le viniera en gana. Estaba prohibido que cualquier persona de la aldea se adentrara en él más de lo estrictamente necesario, pero esa prohibición era excepcionalmente real tratándose de Hinata, la hija del hombre más importante en ese sitio, según Hinata le había dicho.

―Las aldeas, normalmente, pertenecen a una persona, a un... jefe, podrías decir, que puede gobernar una o varias―le había dado a conocer una tarde, mientras ambos reposaban tranquilamente con los pies metidos en el río―. Y mientras que a los hijos varones del jefe se les cría para... para ser jefes en el futuro o comandar a los demás hombres a las hijas del jefe se nos... esconde. Nos llaman princesas y nos educan para hacer otras cosas. Cosas... diferentes.

―¿Por qué?―Le había preguntado Naruto, intrigado―. Mis padres hacían lo mismo: cazaban, me cuidaban, me educaban y me enseñaban a sobrevivir. Los dos por igual. ¿Por qué es distinto para los hombres y las mujeres humanos?―Hinata había parpadeado y había desviado la vista, de pronto triste y desolada.

―No lo sé―había susurrado ella―. Te juro que no lo sé. ―La tristeza que vio en sus preciosos ojos perla era tanta que cambió de tema, prometiéndose no volver a ahondar en esa herida nunca jamás.

Pero ahora necesitaba saber, porque esa aura de tristeza que acompañaba a Hinata últimamente tenía que ver con eso que le había explicado de que era una princesa y no podía hacer las mismas cosas que los machos humanos. Y eso lo irritaba, porque si los hombres de su especie no podían ver lo bonita y especial que era, es que eran unos idiotas sin remedio.

Un día de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora