Epílogo

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Las risas y los murmullos se escuchaban por toda la orilla del río. Era día de colada y, las mujeres de la aldea, junto a sus hijas, incluso aquellas que aún eran demasiado pequeñas para ayudar, se encontraban restregando las pocas prendas que poseían contra sus tablas de lavar, mientras las enjabonaban y las aclaraban, sacándolas una a una del cesto que cada fémina había cargado hasta allí.

Esperó su turno, paciente, escondido entre los arbustos, espiando los sonrientes y sonrosados rostros femeninos. El agua cristalina reflejaba aquella inocente alegría.

Las pobres no sabían lo que les esperaban.

Esperó a que la gran mayoría―porque era imposible tenerlas a todas a la vez justo donde quería―volviera a su tarea de lavar la ropa, las caras inclinadas hacia el agua. Distinguió la apacible faz de una de las niñas con las que a veces―cuando su madre lo obligaba―jugaba.

Bufó. Su madre no sabía que las niñas eran todas unas tontas... bueno, todas no. Su hermanita, Himawari, tal vez era la excepción. Pero solo porque era su hermana y su deber como hermano mayor era cuidarla y protegerla. Eso decía siempre su padre.

Sacudió la cabeza para despejarse. Ahora no podía ponerse a pensar. Tenía que estar concentrado.

Fijó sus pequeños ojos azules de nuevo en el grupo de mujeres. Bien. Ya estaban todas donde las quería.

Se concentró todo lo que pudo, con el ceño arrugado, en las límpidas y transparentes aguas del río, forzándolas a que obedecieran su voluntad. La superficie empezó a ondularse, primero con ondas temblorosas y luego más grandes y firmes, abarcando cada vez más espacio en el río.

―¿Qué es eso?―preguntó una de las mujeres.

―¿Habrá algún pez peligroso en el río?―preguntó una niña.

Boruto sonrió. No, no era un pez, era algo mucho mejor.

Cuando las tuvo a casi todas donde quería, soltó su poder y ello provocó que las ondulantes aguas se detuvieran de golpe, salpicándolas a todas, empapando de pies a cabeza a las que estaban más cerca de la orilla y estropeando toda una mañana de arduo trabajo.

Chillidos de miedo e indignación llenaron el aire y él comenzó a reírse, fuerte, feliz de que su travesura hubiese salido a la perfección.

Entre las mujeres, solo dos parecían estar perfectamente secas, sin una gota de agua encima: una niña pequeña de cabello negro azulado y ojos azules y una hermosa mujer con el mismo color de pelo que la pequeña, pero con los ojos color blanco perla.

La mayor suspiró tras comprender lo que había pasado. Dejó su tabla de lavar a un lado junto con su colada sin terminar y se levantó, las mangas de la yukata remangadas y las manos en las caderas. El ceño y los labios fruncidos, en clara disgusto.

―¡Boruto! ¡Sal de ahí, jovencito! ¡Sé que has sido tú!―El pequeño que había sido artífice de toda aquella molesta situación sintió un escalofrío recorrerlo.

Sus ojos se abrieron como platos y, antes que ceder, un hombre debía mantenerse firme en su posición. Eso es lo que decía siempre su padre. Así que hizo lo único que podía hacer para salvaguardar su orgullo.

Huyó.

Echó a correr todo lo que sus piernas le dieron, sus orejas girando para captar cualquier sonido que le advirtiera de que lo perseguían. Claro que la única que podía darle alcance sería su hermana menor, pero su madre jamás dejaría a Himawari vagar sola por el bosque.

Solo tenían permiso de adentrarse en la espesura si su padre los acompañaba. Pero él no se encontraba ahí, había ido el día anterior a cazar, a proveer de carne a la aldea y a sus gentes, y no volvería hasta aquella noche.

Un día de inviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora