"Señor, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar,
fortaleza para cambiar lo que soy capaz de cambiar
y sabiduría para entender la diferencia."Resonaba la plegaria de la serenidad en la inmensidad de aquella sala. Tan vacía, pero llena, muy llena, de historias a hurgar.
-Adelante, te escuchamos -me dijeron. Mientras se ostentaba el desconcierto en sus rostros.-Mi nombre es Amelia, aunque me llaman Lily, nunca entendí por qué, por cierto -contesté, mientras llevaba mi mano a mi cuello como manera absurda de controlar mis nervios. No estaba preparada para este momento. No me vestí para la ocasión como me gustaba hacerlo. Siempre tuve un afán descarado para mostrar en mi vestimenta aquello que mi interior no podía expresar con palabras. Este día solo llevaba una remera holgada y un pantalón a cuadrilla, como de manera despreocupada, al igual que mi cabello. Quizás era porque por fin en mucho tiempo, el nudo que llevaba estrujándome el pecho, iba a desatarse.
-Llevo dos años sin consumir y esta es mi historia -seguí-. Crecí en la zona suroeste de Madrid, en una pequeña casa de color carmesí con cortinas tan floreadas que simulaban un jardín. De puerta pequeña con vidrios agrietados y tres escalones al entrar. Contaba con 2 habitaciones, una cocina comedor y un baño bastante reducido en tamaño.
Sin dudas, el lugar que me hacía correr en las noches era el pasillo que conectaba el baño y las habitaciones, donde no había luz desde que tengo memoria. El techo cubierto de madera fina de ese pasillo, contaba con un estilo de puerta secreta pequeña con un pasa llave. Al abrirla, aparte de polvo, encontrábamos fotos de mis abuelos y algún que otro tío que nunca conocí, pero que me eran útiles para dibujarles diálogos que se sobreponían a sus labios en tardes aburridas de domingo.
Allí, viví más de la mitad de mi vida con Sophie, mi hermana 10 años mayor. Pues después de que nuestra madre nos abandonara por irse con un hombre que conocía hacía unos días, mi hermana decidió tomar el timón y cuidar de mí.
Nunca más supimos de ella. A veces me creaba teorías del por qué de su partida aunque de todos modos sabía la verdad. A veces era la mala y otras la buena.
En las historias que protagonizaba siendo una heroína, se había marchado por un acto desinteresado de bondad porque ella sabía que íbamos a estar mejor solas; porque por si no les conté antes, usualmente pasaba su día tendida en el sillón o en su cama. Se levantaba solo para tomar café y seguir con su rotación diaria: cama, sillón, cama, sillón.
Algunas noches deseaba que tocara la puerta de mi habitación y me acariciara el cabello mientras me cantaba para dormir. Tenía una voz hermosa, en sus días de lucidez la podíamos escuchar a través de las paredes que separaban nuestros dormitorios, susurrar canciones de The Beatles -y otras bandas que sonaban en el momento, pero sin dudas esa era mi favorita-. Por eso Sophie consideró que si utilizábamos nuestros ahorros de la universidad para que un profesor de canto vaya a nuestra casa, ella por fin cantaría todos los días, nos abrazaría, ayudaría con la tarea escolar, y haría todas esas cosas aburridas pero necesarias que las madres suelen hacer.
Para nuestra sorpresa, un día al regresar del colegio del que fuimos becadas, mamá no estaba ni tampoco sus pertenencias. Al principio Sophie empezó a correr temablando por la casa en su búsqueda, salió afuera, llamó a la policía, consultó con los vecinos y nada. Mientras yo me encontraba inmóvil en una esquina de la cocina viendo como todo transcurría en cámara lenta pero mi corazón y el de mi hermana, desfasaban el tiempo.
Había desaparecido como por arte de magia, sin un adiós, ni explicación. Entonces seguimos las indicaciones que la policía le dio a Sophie: esperar 48 hs por si regresa. No volvió, así como tampoco su profesor de canto que tenía que ir al día siguiente y al siguiente y siguiente.
El profesor no atendió las reiteradas llamadas que le hicimos. La única información que se nos fue brindada acerca de nuestra madre, fue por un vecino que había escuchado de otro vecino, cual si fuera un teléfono descompuesto. Así funcionan las vecindades, supongo. Nos dijeron que se marchó por voluntad propia, porque se había enamorado y por primera vez sentía que tenía sentido su vida. Al final, esa terminó siendo la verdadera teoría, y aunque quiera que sea la mala de la historia por no querer quernos, no se si la pueda culpar por ello.Pasó el tiempo, y aquel vacío de orfandad fue sanando de a poco. Con Sophie aprendimos a reconstruirnos juntando los pedazos rotos de cada una y encajándolos como piezas de puzzle. Aprendí todo de ella y fue lo más parecido a un soporte vital en mi vida. Respiraba porque ella me ayudaba a hacerlo, reía porque ella causaba cosquillas en mi panza, y lloraba porque sabía que tenía su hombro donde apoyarme -mencioné, mientras las lágrimas se desplazaban por mi rostro casi por inercia-. Recuerdo como su mano podía envolver a la mía haciéndome sentir protegida. Como si el resto del mundo no importase, mientras nos tuviéramos la una a la otra. Generalmente no eran necesarias las palabras, con un gesto o una canción ya bastaba. Debo admitir que, de manera tonta aunque divertida, solíamos contarnos nuestros estados de ánimo con canciones, y yo usualmente le desconocía la mitad. Más allá de The Beatles, mi gusto musical era bastante acotado y solía avergonzarme. Entonces, por lo que podrán imaginar, mis emociones se globalizaban para cantar Help! o Here comes The Sun mediante un baile desairado. De parte de Sophie, como respuesta recibía al grito de Hey Jude su: "todo va a estar bien", y efectivamente luego lo estaba.
"Hey Jude, don't make it bad
Take a sad song and make it better
Remember to let her into your heart
Then you can start to make it better"
-Susurré cantando con mi voz resquebrajada que me impedía levantar la mirada-.Todo cambió el 22 de abril de 1985 -agregué-. Un lunes, de aquellos que todos odiamos en demasía. Un lunes, en los que los niños no quieren ir a la escuela ni los padres a trabajar. Porque los gana el cansancio de la rutina, de la vida, por un rato. De esos lunes en los que se paraliza hasta el aire y ni las mariposas quieren volar. Llovía tanto que tendría que haber advertido que esa no era la única tormenta. Oscuro. Todo era oscuro. Más allá de esa palabra, se me hace inefable describir como se sentía aquel día. Después de él, ya nada tiene el mismo peso, ni el mundo me sabe igual.
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La sombra detrás del cristal
Mystère / ThrillerLily y Sophie eran dos hermanas con un vínculo inquebrantable. Las unía su amor por la música, la pérdida de su padre y el abandono de su madre. Inseparables. Hasta el lunes 22 de abril de 1985.