III

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El súbito regreso de su memoria borró el rastro de la sonrisa irónica que habían dibujado sus labios. No pudo evitar soltar un suspiro, se encontraba inmersa en la ola de sentimientos que habían despertado, un nudo se le formó en la garganta: un vacío, un agujero negro de recuerdos que volvían a atormentarla.

Sacudió la cabeza con determinación cuando una lágrima salió furtiva de su ojo y se deslizó silenciosa hasta perderse en su cabello: «Prometí no volver a llorar» se reprendió a sí misma.

Dirigió la mirada a su captor: sabía que si observarla en silencio e inconsciente, era algo que hacía con regularidad, no le importaría esperar unos minutos más.

Se aclaró la garganta y apartó la vista de él; le parecía increíble que una inofensiva palabra, hubiera logrado reavivar sus recuerdos, y sobre todo, le sorprendía que aún tuvieran ese impacto en ella.

—¿Estás listo para escuchar la historia?— preguntó con voz socarrona —no sé tú, pero a mí me gustan las historias antes de dormir, y te aseguro que ésta tienen un final asombroso— lo miró de reojo: parecía una estatua, completamente imperturbable: casi irreal.

Clavó su mirada en el techo y dejó que las imágenes que se arremolinaban en su cabeza comenzarán a fluir:

—Vivía con mis padres a las afueras de la ciudad, en medio de un campo de girasoles donde la persona más próxima se hallaba a tres o cinco kilómetros. Mi padre trabajaba en un taller que había construido a un costado de la casa, mi madre se encargaba por las mañanas de las labores del hogar y por las tardes se sentaba en el pórtico a leer un libro. Nuestra vida era sencilla, como puedes ver. El momento que más disfrutaba, era la hora de ir a la cama: mi madre me arropaba, depositaba un beso en mi frente y después compartía conmigo un poco de esos mundos maravillosos que leía por las tardes.— Hizo una pausa, una sonrisa nostálgica se pintó en su rostro al recordar aquello —Era una buena mujer— sentenció —una buena mujer a la que le pasaron cosas malas.— bufó —A veces desearía que no hubiéramos sabido nada.

Se removió en la cama, había comenzado a acalambrarse.

—La siguiente parada en esta historia, nos lleva al 13 de noviembre de 1941, mi noveno cumpleaños: las cosas que pasaron ese día aún son confusas para mí. Recuerdo el delicioso aroma de un pastel recién horneado, la mesa servida, dispuesto todo para comer, y después, de la nada, un olor fétido picando la nariz, gritos, y un caos que nos terminó conduciendo al hospital de la ciudad vecina. Fue un largo camino, mis padres intercambiaban miradas cómplices, la preocupación se notaba en el rostro de ella: no sabía que estaba pasando, pero suponía que no era nada bueno.— Guardó silencio, hablar de ello le hizo recordar la fachada destartalada, los gritos, las desesperación tan palpable que invadía cada rincón: recordó lo eterno que le pareció la espera, y lo asfixiante que le resultaba ese pasillo angosto. —Llegamos a un viejo hospital, donde una mujer nos condujo a un corredor estrecho e indicó la puerta a la que debíamos dirigirnos. Mi madre me pidió que esperara afuera, y así lo hice. Lo siguiente que recuerdo es haber visto a mi padre salir maldiciendo y a mi madre salir detrás de él hecha un paño de lágrimas. Yo me quedé inmóvil, mirando a mis padres alejarse hasta que la presencia de alguien delante de mí me hizo voltear: era el médico, que me dedicó una sonrisa cansada y me dijo «Él está enfermo, deberás cuidarlo» y sin más, se fue, se fue dejándome sola, con tantas preguntas en mente, y sobretodo, sintiendo que mi mundo se venía abajo ¿Enfermo? ¿Enfermo de qué? No lo entendí hasta años después.

Recordar todo eso le provocaba náuseas y la misma ira incontrolable que había sentido en ese hospital. Se movió para mirar al hombre que la observaba desde el rincón.

—¿Sabes lo mucho que cambió mi vida desde ese día?— preguntó aun sabiendo que no obtendría respuesta. —Las noches en las que mi madre me arropaba y leía para mí se acabaron la misma noche que regresamos del hospital. Mi padre hizo una maleta y se encerró en el taller; no volvimos a verlo en la casa. Mi madre lloraba frente al taller, lloraba todo el tiempo: cuando le cocinaba, cuando se sentaba frente al portón a rogarle que volviera, cuando dormía: lloró tanto y por tanto tiempo... que se olvidó de mí.— afirmó con un hilo de voz.

Apretó los puños con fuerza, conteniendo el monstruo que sentía crecer en su pecho: todo ese tiempo se había sentido ignorada, era como si su sola presencia se hubiera esfumado, ante los ojos de su madre, se había convertido en un objeto decorativo de la casa. No importó cuantas veces mendigó un poco de atención de ella, las noches que durmió al pie de la cama pidiendo que la arropara, las tantas noches que le lloró a esa mujer suplicando porque fuera su madre, la madre que toda niña necesita. Todos sus intentos fueron en vano, al transcurrir los años comprendió que su madre no volvería a tener ojos para ella.

—La última vez que la vi yo tenía 16 años, ella estaba como todas las tardes frente al taller, había dejado el plato con comida en el lugar de siempre. Yo estaba en el portón, a un par de metros de ella cuando su mirada interceptó a la mía: me sonrió y gesticuló un «lo siento», antes de apuntarse a la cabeza con un revólver y disparar.

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⏰ Last updated: Mar 26, 2020 ⏰

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