Discípulo de lo clásico abrumado en el pasado

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Alejandro abrió los ojos. Sacudió su pelo. Miro al techo buscando motivación y se levantó. Estiró hasta la última arruga en la sabana de la cama para hacerla corresponder con el cuarto ordenado hasta la máxima potencia. Fue directo al baño. Se miró en el espejo, sacudió una que otra pelusa que se encontró en el cristal al ver su reflejo. Sacó su cepillo, lo puso debajo del agua hasta estar lo suficientemente húmedo, echo la cantidad exacta de pasta dental y se dispuso a cepillarse.

Salió del baño fresco y listo para saludar a quienes estuviesen despiertos en su casa aquel sábado, cuando apenas el reloj marcaba las 6 de la mañana. No se encontró a nadie.

En la cocina, sació el hambre de la madrugada con una tostada, no muy tostada y mayonesa casera, con sal y ajo al gusto, su gusto. Terminó, fregó lo utilizado y regresó a su cuarto donde, regresar a la cama y arrugarla no era una opción por lo que prefirió encender la computadora y repasar una que otra película de unas pocas décadas de antigüedad, seis o siete como mínimo.

Mi PC, Películas, Éxitos, una vez allí cerró los ojos y escogió cualquier filme al azar, sin mirar le dio reproducir a uno, confiado, como siempre de su excelente gusto y criterio.

Abrió los ojos y más de una vez los sacudió. Se levantó, miro hacia arriba y no se encontró el techo de su cuarto, sino un cielo grisáceo, repleto de nubes. Se espantó. Miró hacia delante y se encontró en una calle repleta con personas que ni se detenían a mirarlo y casi próximo a tropezarse a un muchacho como él, de 21 años luciendo una chupa amarillenta y unos pantalones anchos pero ajustados a las rodillas.

- Excusez-moi, dijo el muchacho, inclinándose ante Alejandro.

- No, escusez-moi , respondió apenado y tan asustado que ni asimiló el francés que salía por su boca.

- Monsieur, Je suis desolé par votre humilité, dijo el muchacho y siguió prácticamente corriendo.

¿Humildad?, se miró a sí mismo y se descubrió luciendo una casaca de finos bordados a conjunto con una corbata ajustada que casi lograba ahogarlo, unos pantalones hasta la rodilla mucho más finos que los que vestía aquel muchacho desconocido al que casi atropella, medias blancas como la sal que alargaban aún más su figura delgada y unos zapatos lustrosos, estilo muy diferente al que según él lucía aquella mañana de sábado.

Alejandro caminó encontrándose a si mismo rodeado de, ¿franceses?. No entendía nada, avanzó como pudo hasta encontrar un callejón pequeño bajo un edificio estrecho y de unos cinco pisos.

Entre respiros entrecortados por la locura que estaba viviendo se reconcilió con sus pensamientos y pensó en voz alta. Por la vestimenta que llevaba era muy probable que estuviera en el siglo XVIII, y depende del año estaría viviendo la revolución burguesa francesa. El miedo se le notaba en la cara pero al mismo tiempo el ánimo de vivir tal momento histórico le producía una adrenalina tremenda.

Retiró las manos de su cabeza como quien encontró cordura. Aflojó un poco aquella corbata. ¡Hasta se sintió cómodo en aquel estilo! Se propuso salir de aquella calle pequeña, pero no logró poner ni medio pie fuera.

-Salut! Bienvenue, dijo una señora de voz contenida, pero firme.

-Vous me semble accointance dijo Alejandro al instante de girarse y observar a una señora rubia, de facciones toscas y estatura imponente, cubierta por un vestido blanco, de tela fina abierto hasta el escote y con los brazos descubiertos. Parlez-vous espagnol, agregó sin pensar.

-Puedo intentarlo, dijo la señora, acompáñeme noble joven.

Juntos caminaron hacia la entrada de aquel edificio de balcones pequeños. Alejandro no daba crédito ni siquiera de porqué seguía a aquella mujer mientras intentaba recordar de donde la conocía.

Subieron hasta el segundo nivel del edificio, entraron a un apartamento repleto de libros, papeles y apuntes por doquier. Alejandro no pertenecía a ese siglo, pero su gusto por películas de antaño le había enseñado que las mujeres en ese entonces no debían preocuparse más que por su esposo e hijos, limpieza y educación en el hogar.

Esa mujer estaba mal, iba en contra de sus obligaciones, había seguido a una rebelde que vestía sin ningún protocolo, ¡con escote!, no lo entendía. Aunque llegaba del siglo XXI él ubicaba a las mujeres como amas de casa, fieles y mantenidas por sus esposos y conscientes de su deber maternal.

Mientras la señora abría ventanas y dejaba entrar un poco de luz, Alejandro se dispuso a irse, dio media vuelta pero, quedo perplejo ante un manuscrito que vio de reojo encima de un estante: Vindicación de los derechos de la mujer, Mary Wollstonecraft 1792.

-Usted es... Paró de hablar. Reconocía a aquella señora, era la madre de Mary Shelley, quien un siglo después escribiría Franquestein, una novela llevada al cine y muy versionada por sus referentes cinematográficos favoritos. Pero, ¿debería decirle sus conocimientos del futuro a aquella señora?, prefirió callar.

-Sí, disculpe, Mary Wollstonecraft. ¿Qué lo trae por Francia en este momento tan convulso? La señora se sentó en uno de los balcones, observando la calle.

A Alejandro le sudaban las manos, la corbata le incomodaba y no había manera de sentarse en aquellos pantalones, pero se contuvo y con finura y firmeza se inventó una historia, que por más metáforas e hipérboles no convencían a la ilustrada inglesa.

Mary se levantó, se soltó el cabello y mientras se lo recogía comenzó a hablar con el atropellado cubano proveniente del futuro. Contaba que el régimen monárquico y la aristocracia asfixiaban a Francia, era inminente el estallido de una revolución burguesa, de hombres. Por eso ella no eligió quedarse callada y debía revindicar los derechos de las mujeres que tanto o más que los hombres querían levantar a la sociedad francesa, cambiar mentalidades y sobretodo un patriarcado asfixiante.

Alejandro no daba crédito de su descubrimiento, quería contarle que Luis XVI estaba a pocos meses de pasar por la guillotina, que María Antonieta correría el mismo destino en Austria dentro de solo un año, pero no podía, bastantes películas había visto ya sobre viajes en el tiempo, los cambios en las líneas temporales y los efectos en su futuro, de todos modos la Revolución triunfaría y, no dijo nada.

Se levantó como pudo y tomó en sus manos el manuscrito que ni él sabía lograría cambiar la perspectiva feminista en el mundo. Lo ojeó y escuchó atentamente las concepciones de Wollstonecraft. Recordó cuantas veces se sintió con ventaja ante una fémina, cuantas actitudes machistas habrían callado las mujeres de su familia, cuánto le habrá aguantado su pareja y cuánto había avanzado el mundo en términos feministas gracias a aquella mujer que tenía el gusto de conocer.

-No me lo merezco, susurró Alejandro mientras se soltaba la corbata

-No me ha hablado de usted, ¿quién eres? Me asombró encontrar a un noble francés casi a la puerta de mi residencia, pero, no he dado con el motivo que me provocó invitarlo a pasar, agregó la ilustrada feminista.

- Que equivocado estaba, argumentaba sin escuchar las preguntas de su anfitriona.

- ¿Puedo ayudarlo en algo?

- Usted puede cambiar la historia y si estoy aquí no considero sea coincidencia, hablaré, necesito me escuche.

Alejandro empezó a narrarle lo que sería la historia de Francia después de ese año. En la primera oración de su discurso sintió como su voz disminuía, poco a poco ni el escuchaba sus palabras, dejó de sentir el peso de la vestimenta de noble y de un salto despertó a un fuerte toque en la puerta de su cuarto.

-¿Ale, estas despierto?, dijo su madre con voz preocupada por encontrarlo aún entre las sábanas un sábado casi al mediodía.

Alejandro abrió los ojos, sacudió su pelo y miró al techo dándole los buenos días a su madre y allí se quedó un buen rato, como quien busca motivación.

Cuando inspira el feminismo. Relatos en tonos violetasWhere stories live. Discover now