Cápitulo I: Otra vez McPherson

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Lo he aceptado, me declaro una de las mayores idiotas de la humanidad, es claro que decirse idiota a sí mismo te hace mucho más idiota, ya no eres idiota solo para los demás, ahora eres idiota para ti también. Me gustaría decir que soy infectada de una idiotez extraña, como la grandeza o el narcisismo, pero no, yo no soy tan especial y no es por quedar bien ante los demás para que piensen que soy la modestia en espíritu y cuerpo, no soy de esas personas destinadas a ser rarezas, y ahí la explicación por la que sufro de la razón de idiotez más común para el ser humano o cualquier espécimen que se reproduzca (dudo mucho que las mantis religiosas también lo sufran, pero me gusta pensar que sí), el amor.

Llegue a la conclusión después de estar embelesada entre mis sabanas de Snoppy toda una tarde recreando fantasías imposibles de nosotros dos, el helado que comeríamos en nuestra primera cita, el color del pañuelo con el que limpiaría mis lágrimas después de que me propusiera matrimonio, el nombre de la iglesia en donde me diría sus votos escritos en la factura de nuestra primera cena juntos, el número de ventanas de nuestra casa, cuán largas serían las pestañas de nuestros hijos, sus regaños paternales que refrenarían la rebeldía sin causa que estaríamos observando en nuestro hogar, incluso, las flores que pondría en mi tumba o yo en la suya, pero después de sentir el roce del frío en mis pies desperté, dando cuenta que era más que obvio que todo lo que imaginaba no eran más que idioteces, yo no había dirigido una sola palabra hacia él en mi vida, bueno, solo aquella vez cuando me pregunto el número del día y yo me atreví a decirle que era jueves, ¿lo notan? Una idiota.

Juro que sé cuántos lunares tiene en sus brazos, 16, lo sé porque los he contado una y otra vez cuando lo observo desde la cafetería o cuando se me presenta la oportunidad o de qué solo mordisquea la uña de su meñique derecho cuando espera por algo, también conozco los dos sobres de azúcar que le agrega a su café de la tarde o su pasión de garabatear únicamente en el respaldo de su cuaderno de inglés. Podría cometer la imprudencia de decir que lo sé todo sobre él, ¿Qué sabe él de mí? Nada, absolutamente nada. Pero  prefiero ser optimista respecto al asunto y pensar que me nota cuando me cruzo con él en el pasillo, que William me mira y piensa “Que linda chica” , lo piensa cada vez que me ve porque no me recuerda, su memoria suele fallarle a veces, yo prefiero confiar falsamente en eso.

El despertador sonó, fui más rápida que él, incluso ya tenía calcetines de algodón puestos, pero en el transcurso hacia el baño para cepillar mi larga cabellera rubia resbalé, mientras que veía mi sangre correr en la alfombra azul, solo pude pensar en él y con mi último respiro deseé una vida diferente, en dónde yo le hablaba todas las mañanas y solía caminar de su mano, así fue la historia de cómo mi muerte hizo que mi espíritu solo pudiera ser visible ante él y cómo comenzaría nuestra gran historia de amor.

Chicos, no crean todo lo que leen, ni siquiera soy rubia. Díganle no a la ingenuidad.

-Maggie, ¿qué haces haciendo el vago mientras desayunas? Son las 6:30 am, ¿me oyes? Seis y TREINTA MINUTOS- recalco mi madre mientras que buscaba sus agujas de crochet, apuesto mis amígdalas a que son el arma homicida del asesinato de un ratón.-¡Aquí están!

-¿Dónde estaban?- pregunté con curiosidad mientras una tostada con mantequilla también curiosa se asomaba por mi boca.

-En el chifonier.- no sabía que era eso, adiós amígdalas, no son muy necesarias así que son fáciles de apostar, cuando estaba en quinto grado 7 de mis compañeras ya no las tenían y no parecían estar agonizando.

Me puse mi suéter gris y me colgué mi mochila, era hora de comenzar un camino hacia la escuela, por mucho que quisiera que la rutina fuera una mentira con el fin ser gobernados por un sistema de máquinas, algo así como Matrix (el ser Neo y andar por ahí deteniendo disparos poniendo a prueba la capacidad del invento de Stephanie Kwolek le llega a poner la piel de gallina a cualquiera), no era muy posible en mí no-vida ficcional.

Error McPhersonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora