Siete

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Yo no quería matarla, pero ella me lo suplicó.

Era una griega dulce y gentil. Su rostro parecía una perla, hermosa y pálida. Sus labios invitaban al beso, temblorosos y balbuceantes. Sus ojos eran dos luceros azul-turquesa y no hubo día que pasé con ella -no fueron más de tres- que no quisiese abrazarla o tenerla cerca de mí. Entonces ella abría sus ojos desmesuradamente, como si les hubieran insertado dos palitos de fósforo en medio.

Su cuerpo nunca lo recuerdo completo, posiblemente debido a su curiosa tendencia a ponerse hecha un ovillo cuando me veía venir, con el rostro pegado a las rodillas y con sus manos apretándolas muy fuerte.

Pero aquella noche la vi diferente, porque se me habían ocurrido algunos jueguitos que quería compartir con ella en el hotel.

Llegué a eso de las ocho y cuarto y la encontré en mi habitación, parada junto a mi sitio lista para acomodarme la silla, como debe ser. Había pedido que llevaran la cena a la habitación. Un detalle precioso de su parte consistía en que siempre bajaba la mirada hacia la mesa, fijándose en que ningún detalle se le hubiera pasado. Tampoco me miraba a los ojos y lo entiendo; los suyos eran demasiado tiernos y me producían una sensación muy fuerte; apenas los sentía fijos en mí y ya quería tenerlos muy cerca, a toda costa.

Me senté a la mesa y ella se sentó a mi lado, como debe ser.

Estaba a punto de tomar la primera cucharada de sopa, cuando descubrí un pelo flotando en ella, tan suave y lustroso que no podía ser más que de aquella linda griega. Entonces quise captar su atención, pues ella no me miraba, tocándole suavemente la frente. Lamentablemente, parece que la silla estaba mal hecha pues cayó de espaldas al piso, chorreándose la sopa sobre su larga falda de bobitos. Yo me paré inmediatamente para ayudarla, pero ella hizo lo de siempre: se puso en posición de feto sin moverse, solo temblaba. Preocupado porque esa inmovilidad se debiera a alguna fuerza oculta en el piso, quise despegarla empujándola con el pie, pero no se movía. Me encolerizó la idea de que se quedara ahí pegada para siempre, presa de esa fuerza misteriosa, e incrementé la intensidad de mis golpes hasta que al fin la vencí. Ella se incorporó tambaleándose y cogiéndose el estómago. Pensé: "pobrecita, se ha quemado en la guatita" y la seguí para ver que tenía. Ella continuaba tropezándose y llorando mucho por el dolor, mientras que con la otra mano buscaba un lugar donde apoyarse. Desgraciadamente, no encontró mejor soporte que la lámpara de pie junto a la puerta, y se apoyó con tan mala suerte que cayó, botando el aparato y reventando en mil pedazos con su cabeza la mesa de cristal de la sala.

Y ahí estaba ella, sobre un charco de sangre que hacía una bonita combinación con su falda de bobitos. Pero sus piernas estaban dispuestas de una forma poco estética, así que se las puse una paralela a otra, como debe ser, no con poca resistencia de sus rebeldes huesitos. Me incline para tocarle la cabeza ensangrentada, mientras le sobaba el estómago para que se alivie un poco, pero ella sólo regurgitaba rojo de una manera que me pareció de muy mal gusto y se lo hice saber alzando un poco la voz porque tenía sangre hasta en las orejas y no podía oírme bien.

En ese momento, ocurrió algo maravilloso. Por algún milagro, pude entender lo que me balbuceaba.

Me imploraba, me suplicaba que la matara. Que acabe de una vez con broche de oro una puesta en escena tan bien estructurada, que el público lo pedía, que si alguna vez alguien llegara a leerla impresa lo pedirían como un final lógico, esperado, necesario y sobre todo, vendedor.

Yo no pude oponer mis ideas a una lógica tan contundente y con un sólo giro de muñeca le partí el cuello.

Como calentamiento creo que fue suficiente. Espero que mi objetivo de turno sepa estar a la altura de su rol, tal como mi hermosa griega. La verdad es que también se merece el premio.

IngenuaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora