Ocurrió algo extraño hace unos días. No sé cómo, ni por qué, pero mi mente se transportó a otro lugar. O así es como lo quiero imaginar. Después de todo, estos momentos no están siendo fáciles para nadie, y el escapismo es una buena forma de librarse del dolor aunque solo sea por un breve lapso de tiempo. Escapismo a un mundo irreal, un reflejo de lo que nunca fue, que podía haber sido, y lo que ha sido, que siempre será.
No sabría deciros si esta historia existe en el pasado, en el presente o en el futuro. Se podría decir que existe en la orilla donde la que varios tiempos se encuentran conectados, pero sin residir en ninguno concreto. En muchas ocasiones, se infravalora el poder de la mente. Los humanos tenemos una capacidad de abstracción que la mayoría nunca llega a utilizar por completo, un talento que nos permite controlar nuestras emociones, e intentar mirar el mundo desde otra perspectiva. Tratamos de buscar significados a lo que encontramos a nuestro alrededor, pero rara vez llegamos a comprender completamente lo que sentimos en nuestro interior. Estas sensaciones, a pesar de ser simples reacciones químicas que se producen periódicamente en nuestro cerebro, no se prestan fácilmente a ser descritas con palabras.
El lenguaje nos determina como personas. Un filtro que delimita nuestra forma de observar lo que nos rodea. Un conocimiento aprendido a posteriori, pero un elemento de nuestro ser que nos acompaña el resto de nuestras vidas, y que hábilmente se adhiere a nuestro sesudo músculo como si de una hambrienta sanguijuela se tratara. Sin embargo, a pesar de ser el catalizador de la sociedad tal y como la conocemos, las emociones y el lenguaje nunca se han llevado del todo bien.
Poetas llevan siglos intentando describir el amor sin éxito, cantantes de pop hablan de infidelidades sin transmitir realmente lo que éstas les conllevan, y, por más largas y completas que resulten las elegías, la pesadumbre que presentan jamás se puede comparar a la de aquél que ha vivido en carne la pena por la muerte de un ser querido.
Tenía 17 años de nuevo. De repente. Mi mente se transportó 5 años atrás y volví a ser yo. ¿O ese yo del pasado no era realmente yo? Miré hacia abajo, y mi físico no había cambiado en absoluto. Seguía teniendo el mismo pijama, la misma altura y la misma quincenal barba que en el presente, pero mi mente se había transformado. Sabía que era el yo de 17 años, a pesar de que mi físico aparentara mayor edad. ¿Sabéis cómo me di cuenta?
Porque volví a sentir inocencia. No la inocencia de alguien que no es culpable, o la de alguien que no busca el mal, sino algo distinto. Algo que no se puede describir con palabras. Digamos que esa caótica felicidad de desconocer el mundo adulto había sido paulatinamente sustituida por responsabilidad y orden durante estos años, y el volver al pasado me permitió darme cuenta de este radical cambio en mi forma de pensar, de actuar.
No estaba asustado, ni sorprendido. Lo único que sentía era una flamante curiosidad. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Qué es lo siguiente que iba a ocurrir? ¿Podría cambiar algo en este pasado que influenciara mi futuro?
Y, entre la oscuridad propia de una noche sin luna, empecé a explorar lo que me rodeaba acompañado de esa curiosidad, un ámbito conocido, un sitio del que a día de hoy no me puedo escapar. Mi hogar. La cocina. Rodeada de espejos mirándome. Esperando a que hiciera algo. Esperando a que me moviera para reflejar de vuelta la luz que desprendía mi cuerpo de 22 años. Esperando un cambio. Y, en la mesa, un viejo flexo encendido. Una escena que reconocí al instante.
Estudiar en esa etapa de la vida nunca es fácil. Es una época personal de cambios, enamoramientos y madurez. La disciplina que se adquiere cerca de la mayoría de edad es una experiencia de la que muy pocos se olvidan. Es el primer golpe, el primer contacto, la primera salpicadura de agua fría que es el mundo adulto. "Si quieres llegar a ser algo en la vida, más te vale estudiar y sacar buenas notas". Todos lo repiten. Y tú escuchas. Lo repiten. Escuchas.
El panorama ante mí no me produjo infelicidad, sino todo lo contrario. Me encontraba a gusto con esa sensación de juventud, y no me importaba sacrificar mi mente al estudio con tal de conservarla un poquito más. Después de todo, ¿quién no ha querido volver al pasado? Así que, me dejé guiar por el instinto y, en aquella habitación llena de espejos, me senté frente al escritorio para ver en qué tocaba hoy trabajar.
Traducir griego siempre ha sido uno de mis afanes escondidos. No es que sea mi actividad favorita, ni mucho menos, pero esos caracteres desprenden un cariz misterioso cuyo secreto no quiero que pase desapercibido a mis ojos, y me apasiona la lectura de ese primigenio lenguaje que me permite entender la forma de pensar de los antiguos, una de las bases de nuestra civilización actual, una parte de nuestra historia al fin y al cabo.
Me encontraba delante de esas dichosas frases caligrafiadas en el papel al lado de mi tan querido como odiado diccionario cuando me dispuse a traducir la primera de todas: "√11 = 9/5". Traté de pensar en ello como una rara ocurrencia. Traté de pensar que era un error y que mis deberes eran de matemáticas ese día. Traté de no hacer el cálculo mental que me indicó el fallo de la expresión, pero no pude. En el fondo, sabía que lo que esta expresión me indicaba es que la ilusión se estaba desvaneciendo, que no tenía 17 años, que ya no era un niño, y que esa sala llena de espejos no era más que mi mente tratando de buscar una ventana por la que salir a respirar.
Estaba confuso. Ya no recordaba cómo había llegado allí, ni por qué me encontraba en esa situación tan surrealista, pero no quería saberlo. Tranquilamente, me levanté y pasé al lado del escritorio para acercarme a la ventana al otro lado de la habitación. Nadie. Ni un coche perdido tratando de encontrar su camino. Ni un graznido de algún pájaro extraviado. Ni un astuto gato buscando alimento en la basura con el que llenarse la panza. Lo único que rompía el silencio era el débil zumbido proveniente de la bombilla del flexo. Y, en medio de ese zumbido, escuché que alguien se aclaraba la garganta a mi espalda.
Me di la vuelta al instante. No por el sobresalto, ni la sorpresa ante el descubrimiento de que alguien más estuviera en la habitación, sino porque sabía perfectamente de quién había salido esa aclaración de garganta. Después de todo, llevábamos 22 años juntos. Mi exacta figura me miraba con unos ojos inquisitivos, como si buscara una reacción. Mis ojos parecían dos platos. No daba crédito a lo que estaba viendo, y mi "otro yo" no dejaba de mirarme fijamente sin pronunciar una sola palabra.
Me di la vuelta del todo y me acerqué. Exacto. Ese era yo. Pero no mi yo de 17 años, si no el yo del presente, y no hacía otra cosa que mirarme con desaprobación. Una mirada fría, distante, como si no estuviera orgulloso de lo que había sido, de lo que era yo. Aunque no era yo realmente. Y con esa mirada, la ilusión se desvaneció. Yo no era el chico de 17 años que se había puesto a traducir griego esa noche, sino el otro, el de la gélida mirada dirigida hacia un inocente chico cuyo lugar en la vida todavía era desconocido.
No era una mirada constructiva, ni mucho menos. Era una mirada llena de dolor, unos ojos que no se pueden olvidar fácilmente, y una carga que se quedaría conmigo allá donde fuera, sin posibilidad de escapatoria. En ese momento, me di por vencido. Sabía que mi yo joven sería incapaz de impresionar a mi yo del presente, y que hubiera dado lo que fuera por cambiar cosas del pasado que nunca fueron. Sin embargo, esos ojos hicieron que me diera cuenta de una verdad que llevaba años ignorando.
El pasado no se puede cambiar. Lo único que podemos hacer como humanos es aceptarlo, y seguir adelante de la mejor manera posible. Al menos, espero que mi yo del presente se llevara una lección importante ese día. Y es que esa ecuación, el misterioso enigma que se hallaba en el papel esperando a ser comprendido, se encontraba en el pasado. Por más espejos, por más ilusiones que el cerebro sea capaz de conjurar, dicha incógnita permanecería por siempre irresoluble.