Se había ido, pero igual sentía el calor que deja la respiración después de un beso; todavía la sentía cerca, como cada vez desde que la conoció.
Ya sabía el de su olor, ya sabía de su abrazo y de su risa, ya sabía que no duerme tapada del todo y que al despertar necesita oscuridad. Sabía que extrañamente no le gusta el chocolate y que quiere conocer Seattle por más que no sepa en qué parte del mapa está. Lo sabía, y solo le faltaba confirmar todo esto que imaginaba cada vez que la miraba a los ojos, desde que la conoció.
Habían aprendido a estudiarse, tan meticulosamente se observaban que ni ellos mismos se daban cuenta de cuanto se conocían, tan concentrados estaban que las pistas que dejaban por distraídos, por distraídos las ignoraban. Caminaban el uno hacia el otro tapándose los ojos con las manos. Y chocaron.
Se había ido, pero sabía que volvería. Porque cuando una despedida está cargada de gritos silenciosos, de palabras no dichas por tanto tiempo, es inevitable la recaída. Y si no volviera, el la buscaría; y si no la encontrara, la esperaría; y si no apareciera, la pensaría. Y así la sentiría, como el calor que deja la respiración después de un beso, hasta que vuelva a ser real.