¿Quién es el hereje?

63 10 45
                                    

          —Recurro a usted porque es la única persona que quedó viva —dijo el hombre al otro lado del escritorio de la sala de interrogatorios.

          Esta vez al detective le tocaba interrogar a una mujer cuyo nombre era Juana Dicora, la habían traído de lo que antes era el pueblo de Maleros. Según el expediente hecho por los policías y bomberos que llegaron a la zona, tenía veintiocho años, Acababa de llegar hace unos meses a la ciudad de Maleros,  su madre había muerto, pero no en el gran incidente de Maleros.

          —Sé exactamente lo que usted quiere saber, no le mentiré, pues ya no tengo más nada que perder. No le temo a nada. Elegí un mal momento para empezar a ser verdaderamente yo misma. Aunque quizás fue el momento indicado.

         El detective Orlando puso en marcha la vieja grabadora. Pudo haber utilizado su teléfono pero prefería seguir usando su viejo artefacto como siempre ya que se la había regalado su esposa.

          Juana estaba paralizada como una estatua petrificada sentada al frente del detective sin pestañar, sin darle un ápice de sí. Su piel blanca estaba llena de cenizas, y su cuerpo estaba rígido. Era la imagen de una mujer que había pasado por mucho, que lucía traumatizada. Tenía las manos cruzadas entre sí sobre la mesa de interrogatorio, las movía inquietamente. Sus facciones se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba a una esquina de la habitación, blanca, de paneles, como si estuviera viendo una película en una sala de cine proyectada en la pared.

          —Quiere decir entonces que usted observó todo lo que pasó, o…

          —Sí. —Hizo un movimiento impaciente de sus manos llevándoselas a la cabeza —.  Pero más bien, yo fui la responsable. Quiero contárselo.

          El detective Orlando no dijo nada. Le pareció que Juana tenía un aspecto demacrado y de cansancio. Su cabello era la mitad azul y estaba lleno de cenizas, su tez estaba pálida, aunque quizás siempre era así. Sus ojos encerraban todos los secretos miserables de la soledad.

          —Fueron castigados, ¿entiende? Y lo merecían.

          —¿Por qué lo merecían?

          —Porque…

          Juana se interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando directamente a los ojos del detective.

          —¿Usted cree en Dios? —bramó. Sus ojos se habían abierto más, como los de un animal observando su presa.

           —¿Sí, sí creo en él, tú no? Pero ese no es el tema.

          —Yo también creo en él. Pero de seguro cree en él porque su familia creyó en él antes que usted.

          —No solo eso, siento que él está ahí, que me cuida. Pero eso no tiene nada que ver —respondió el detective Orlando —. Digo, a todos nos enseñan a creer en algo desde niños.

          —Y sí no creemos en ese algo somos diferentes. No solo hablo de religión, sino de todo. Sino seguimos a la sociedad y sus creencias entonces… —expresaba Juana estrujándose su cabello. El detective pensaba que la mujer no estaba bien de la cabeza. Pero era la única testigo.

          El detective Orlando se notaba estresado, esperando que Juana empezara su historia se levantó en silencio y tomó un cajetín de cigarros sacó uno y lo encendió. Seguidamente dio un sorbo y exhaló.

          —Continúe por favor —ordenó el detective mientras volvía a su silla —. ¿Cómo fue destruido el pueblo de Maleros?

          —¡No puedo contárselo todo de golpe! —gritó Juana algo exaltada —.  ¿Además por qué está tan interesado en ese pueblo? Sabía que es un pueblo lleno de mentiras, de hipocresía. Cuando decidí ir al pueblo de Maleros este venía con la promesa de que era un pueblo sencillo donde no ocurría mucho. Pero la realidad era que personas desaparecían todo el tiempo. Que los bebés eran robados de la cuna de sus padres… ¿A quién le podría interesar un pueblo así?

¿Quién es el hereje? (TERMINADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora