Cuando era niña, solía pasar las tardes tumbada en mi jardín. Era una especie de ritual en el que, tras matar las horas jugando con el perro, me recostaba y negaba a entrar en casa hasta no ver el anochecer.
La brisa me acompañaba y me hacía cosquillas mientras esperaba pacientemente a que el cielo se tornara magenta, hasta que los rojos y naranjas se fundieran con el horizonte y apareciera la luna, tan blanca, tan perlada, tan lejana y amable.
Siempre venía acompañada, algunas veces más que otras. Nunca sola. Sus amigas eran pequeñas luces que adornaban el cielo, tan brillantes como ella. Cuando las observaba con detenimiento, no podía evitar acordarme de aquel grupo de jóvenes que veía en la cafetería de la esquina todos los martes después de salir de clase. Relajadas y sonrientes, compartían algunas bebidas entre carcajadas y palabras dulces. Parecían intocables, y todos en la estancia se giraban a verlas cuando su tono se elevaba un poco, cuando entraban y cuando marchaban. Yo también me fijaba en ellas desde la mesita en que esperaba a que mi madre llegara para recogerme.
Había una en concreto que me llamaba la atención. Brillaba más que las demás, sobre todo cuando le hacían preguntas y su voz, tímida, acababa resonando por los ánimos de sus amigas.
Con el tiempo las cosas fueron cambiando. Cuando el cielo se despejaba, hacía un frío más helador que de costumbre que no me dejaba tumbarme a la intemperie, y solo podía ver mi espectáculo nocturno a través del cristal de la ventana del salón, disipado y menos deslumbrante. Pasaron algunos meses y, mientras la calle se llenaba de nuevos edificios, en el jardín empezaron a reflejarse las nuevas luces de las farolas e incluso la iluminación de los pisos del nuevo bloque de apartamentos.
El cielo empezaba más arriba, más allá de las chimeneas, y a menudo se cubría de una neblina artificial que hacía los días más grises, y las tardes de juego menos atractivas. Pero lo que más me dolió fue quedarme con el abrigo puesto esperando a que apareciera mi querida luna con su corte de estrellas, recibiendo sin embargo una noche más clara, casi sin ser noche, más grisácea y solitaria. Más apagada.
Aquel grupo de amigas, como si de una broma de mal gusto se tratara, seguía recordándome al paisaje de aquellos días. Noté, mientras esperaba a que mi madre me llamara al que fue mi primer móvil, que cada vez eran menos las chicas que ocupaban la mesita del fondo. También hablaban menos, reían menos y brillaban menos, hasta que no quedaron más que tres. En dos de ellas se reflejaba la luz de sus móviles mientras mantenían a duras penas una conversación perezosa. A un lado, estaba ella, con el brillo apagado, más callada que nunca, más pequeña que nunca y más triste que nunca.
Ese paisaje interior se parecía al mismo cielo taciturno que observaba desde mi ventana. La luna, sombría, tapada por la neblina y por la luz artificial a la que se exponía. Las estrellas, diminutas, dispersas, casi invisibles, bailando entre el humo de las chimeneas de los rascacielos.
De vez en cuando, las noches de luna llena y cielo despejado, todavía veo a esa joven, ahora mujer y más cansada y solitaria, y me pregunto si debería hacer algo para volver a verla sonriente y brillante. Pero no hago nada, y cada vez desaparece un poquito más.
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Luna taciturna (One-Shot)
Short StoryY cada vez desaparece un poquito más... Sobre contaminación lumínica y el paso del tiempo.