Alguna vez, hace mucho tiempo, tuve un padre.
Era un hombre un poco bajo, de cabello negro abundante y sonrisa sincera. Se llamaba Adolfo.
Adolfo llevaba mil sueños guardados en el bolsillo interior de su saco negro, el mismo que vestía para sus presentaciones importantes y en mis festivales de baile del colegio. Yo me disfrazaba de estrella y él de padre.
También recuerdo que era un hombre bromista y usaba ropa elegante de lunes a viernes. Los fines de semana, en cambio, vestía bermudas, desayunábamos hot cakes con caritas felices hechas de moras azules y me perseguía por toda la casa para hacerme cosquillas.
Por ahí del 2006, cuando todavía había Blockbusters en la calle, mi familia (que ya era un poquito más grande) pasaba tardes enteras conociendo a los Winchester y siguiendo el rescate de Lincoln Burrows en la televisión análoga del cuarto de mis papás. También vimos Spiderman 1 y Los Cuatro Fantásticos, naciendo ahí mi profundo cariño hacia los superhéroes.
No me mal entiendas, no suelo pensar que tuve una infancia ni feliz ni infeliz. También crecí escuchando peleas y recuerdo dos o tres ocasiones en las que mi madre me sacó de la casa con nuestra maleta en la mano y reservaciones para un vuelo a Ciudad de México que despegaba esa misma noche.
Pero tenía un padre que corría por la terminal C detrás de nosotras. Cuando nos alcanzaba, abrazaba a mi madre, le pedía disculpas y la convencía de volver a casa. O, al menos, eso es lo que me gusta imaginar que pasaba, aunque lo más seguro es que seguían discutiendo hasta que ella subía al Ford negro solo para seguir gritándose hasta tarde en la madrugada.
La verdad es que, mientras yo tenía un padre, mi madre y yo no teníamos muy buena relación. De eso no estoy segura de a quién culpar.
Cuando mi hermana, Isabel, nació, mi mamá no tardó mucho en volver a trabajar, dejándonos al cuidado de mi abuela paterna por la mayor parte del día.
Mi abuela hizo de madre, de abuela y de niñera por algunos años; yo no podía dormir si no era en su cama, y, cuando regresó a Ciudad de México con sus faldas y libros amontonados en un par de maletas, lloré a mis papás para que me dejaran quedarme con la que había sido su habitación.
Después de eso y con mucha paciencia de parte de ambas, mi mamá empezó a ser más mamá para mí y yo comencé a ser más su hija.
Sin mi abuela en medio, mis papás tuvieron uno o dos años que podemos denominar decentes, pero las discusiones regresaron cuando yo estaba en terminando la primaria y en algún rincón de mi cerebro comencé a desear algo que parecía que ellos nunca habían considerado: el divorcio.
Poco a poco, mi papá se cansó de perseguirme por toda la casa para hacerme cosquillas y dejó de cocinar los fines de semana. Desgraciadamente, mi mamá no hacía sonreír a los hot cakes, tal vez porque a ella misma le costaba sacar una sonrisa.
Así pasaron los años, el saco negro fue reemplazado varias veces y los sueños quedaron empolvados en el rincón de la mente de un hombre que no volvió a ser padre jamás.
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Atrapasueños
RandomEn un mundo de sueños vagabundos, decidí atrapar algunos y juntarlos aquí. 🌻Historias cortas con diversidad de temas🌻