II

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Alicia

El ataque de locura se me va pasando poco a poco, pero me doy cuenta al escuchar anunciar la próxima estación de tren: Barcelona. Dios mío, ¿qué he hecho? He cogido una mochila y me he subido al primer tren que me ha traído a la ciudad. ¿Por qué he hecho esto?

La gente se prepara. Coge sus cosas, se ponen sus abrigos y esperan con paciencia frente a las puertas de salida a que se abran. Y no es hasta que estoy en la elegante estació de França cuando me pregunto qué voy a hacer ahora. Son las cinco de la tarde, estoy en una ciudad en la que, aunque queda cerca de mi pueblo, nunca antes había estado. Jamás he salido de Roures y empiezo a sentir un dolor fuerte en el pecho que hace que tenga que sentarme en los bancos que hay en el hall principal de la estación. Tengo cincuenta euros, algo de ropa y poco más. Sigo estando sucia —con las prisas no me acordé de darme una ducha rápida— y la gente me mira de forma extraña al pasar.

Y me vuelvo a hacer la misma pregunta: ¿qué voy a hacer ahora? No tengo dónde ir, ni en qué trabajar... Me voy a morir de hambre, de frío... Todavía es octubre y es cierto que en Barcelona no bajan mucho las temperaturas ni en pleno invierno, pero no creo que vivir en la calle sea un seguro de supervivencia para alguien como yo. Miro hacia las altas puertas de la entrada que separan esta estación de la calle. Podría quedarme aquí durante un rato más por lo menos, pero también podría salir fuera: cruzar esas puertas y caminar, posar en el suelo un pie detrás de otro. Me aterra pensar lo que puedo encontrar ahí afuera pero he sido capaz de llegar hasta aquí. ¿Cómo no voy ahora a atreverme a cruzar una puerta?

Me levanto, mochila al hombro, y camino. Me concentro en mis pasos, nada más. Intento darlos cada vez más seguros aunque esté al borde de un infarto.

Y por fin salgo.

Cojo aire mientras cierro los ojos un segundo. Pero en cuanto lo hago, alguien me empuja y maldice, quejándose por haberme colocado en mitad de la calle. Vaya, la gente no suele ser muy amable tampoco fuera de mi familia...

Camino. Sigo caminando. No sé ni en qué dirección. Solamente camino y observo lo que hay a mi alrededor. Gente con prisa, turistas con planos y cámaras en la mano, tiendas variadas, bellos edificios por todas partes. Barcelona es bella, ¿por qué no habré venido antes? Al momento tengo la respuesta en mi mente: trabajo. Con dieciocho años, los únicos recuerdos que tengo de mi vida son trabajar e ir al colegio. En cuanto terminé la educación obligatoria en la escuela del pueblo, mis padres me dijeron que ya podía trabajar a tiempo completo en la panadería y eso es lo que he hecho hasta ahora. Nunca me he planteado nada más, porque mi vida iba a ser así. Pero de repente...

Vuelvo a sentirme algo agobiada de nuevo, como me lleva pasando desde que bajé del tren. No estoy acostumbrada a pasear entre tanta gente. Además, las farolas comienzan a encenderse y eso me recuerda que no sé qué voy a hacer cuando sea de noche. No creo que sea seguro seguir caminando. Además, ¿voy a pasarme la vida paseando por la ciudad? Y empiezo a tener hambre. Y a estar cansada.

Y me vuelvo a agobiar.

Intento volver a centrarme en lo que tengo a mi alrededor. Paso por delante de una tienda de juguetes antiguos, según reza el letrero envejecido de la entrada. Hay coches y juguetes de madera. Y justo delante de mí veo una pequeña muñeca de trapo. Me parece la cosa más bella que he visto nunca. Siempre he querido una pero mis padres no veían útil comprarme muñecas. Miro el precio. Vaya, es la mitad de lo que tengo en mi mochila. ¿Son tan caros los juguetes? Comprendo que mis padres no me los compraran. Me alejo de la tienda mientras me hago la promesa de tener algún día esa misma muñeca de coletas rizadas y rostro feliz.

Mi estómago empieza a rugir. Es increíble. Llevo años trabajando en una panadería y no se me ha ocurrido coger al menos un poco de pan. Se ve que en mitad de un ataque de locura no soy capaz de planear bien una huida en condiciones.

DangerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora