[1] Piscis

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Como un cazador, se quedó sumamente dé pie.

Oculto entre la maleza de las hojas verdosas del día de primavera. Siente, casi mortal pero lo suficientemente jovial para darse cuenta que su compañero estaba a unos metros. Con las manos crispadas y el color insano en las mejillas.

¡Estaba a punto de hacer hervir su cosmos!

Y antes de una Guerra Santa, el inmutable y casi estoico caballero de Piscis por fin decidió salir de su encierro solo para darle una paliza al condenado hombre de cabellos azules y mirada burlona.

Pero Manigoldo de Cáncer no era estúpido, y no se iba a dejar clavar una rosa venenosa en el trasero. Bien. No era su culpa ser tan natural y directo. De acuerdo. Tenía la boca floja, es verdad, más si intensión fue suficientemente aceptable.

— Tarde o temprano pasarás a tu templo.

La voz indiferente del hombre de gran belleza fue una sentencia para el buen discípulo de Sage, porque sabía que él lo iba a esperar toda la noche de ser necesario en el Cuatro Templo.

Frunció el ceño. Manigoldo estaba bastante irritado, ahora, y todo por una simple broma. ¿Es que nadie en el Santuario podía tomar una simple pregunta en algo trivial?

— Ni que esa niña fuera capaz de casarse con el imbécil de Albafica.

Murmuró por lo bajo, escondido aún entre la maleza. Y recordando, que a veces era mejor mantener la boca cerrada cuando se intentaba interrumpir una situación muy comprometedora, ¿o tal vez si lo fue?

Bien. Ahora tenía motivos de afirmar que su amigo de Piscis no era tan extraño con las mujeres y que, peculiarmente, poseía un gusto poco decente por la niña de la rosa roja. ¿O alguien podía explicar la razón de que en la casa de Piscis se encontrara listones carmesí?

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