Trabajo en una posada de estilo japonés encargándome del aseo y las habitaciones cada día. Uno pensaría que se trata de un trabajo poco interesante. Sin embargo hoy, lo interesante estaba por llamar a la puerta.
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—Te lo dije, ¿no es así? —susurró mientras deslizaba uno de sus dedos por entre los pliegues de mi túnica, trazando en mi pecho una línea descendente—. Que me encargaría de esto —Se incorporó—. Te estaré esperando en el onsen.
Con paso garboso esquivó el cuerpo de su amante derrotado y se encaminó hacia el ofuro desapareciendo tras un biombo. Recogí la botella rajada de sake. Hace unos momentos las convulsiones del sexo habían sacudido la habitación entera y ahora la calma era apenas interrumpida por el sonido del agua y... el inoportuno timbre de mi radio, seguido de una voz chillona:
—Takeshi, ¡parece ser tu día de suerte!
—¡¿Eh...?! –exclamé tratando de mantenerme calmado.
—Sí, es lo que dice el horóscopo: "hoy el destino te tiene cubierto, ni la tempestad ni el mismo cielo llegará a tocarte...". Tú eres caballo, ¿cierto?
—Ah... sí... —respondí sin prestarle atención, preocupado por que los plácidos ronquidos del buey durmiente no se hayan interrumpido. Su pecho peludo subía y bajaba. Fue entonces que logré distinguir entre la maraña de vellos una placa militar que grababa su apellido: Derricks.
—Bueno... lo tendré en mente —agregué al salir de la habitación, tras confirmar que el tal Derricks seguía preso en un pesado letargo—. Gracias, Kiyomi.
—No tienes por qué agradecerme —rió ella.
Reemplacé la botella rota y llevé la bandeja hacia el onsen. Tal y como aseguró, él ya estaba esperandome dentro de las aguas termales para cuando llegué.
—Ven. Sacia mi sed.
Dejé la fuente flotando sobre el agua y serví el sake.
—Sacia también la tuya —me indicó, señalando el otro sakazuki que no había sido usado.
Serví el otro. Ambos lo llevamos hacia nuestros labios y lo bebimos sin despegar nuestras miradas. Sin pestañear.
Entonces, levantó su desnudez fuera del agua y con sus delicadas manos fue desenvolviendo la mía. Como una dócil ardilla, sostuvo en sus finos dedos el alimento que tanto le apetecía. Se lo llevó a la boca y comenzó a saborearlo desde la punta. Era de lengua ágil y aplicada. Fue engulléndola poco a poco repasando cada vena con su lengua, ajustando sus labios al grosor irregular de mi miembro, toda su boca ávida por devorar este momento sin que se le escape una sola gota.
—Vamos, entra —dijo casi sin aliento, una vez que tuvo la boca libre para hacerlo.
Entré al agua y me senté en las gradas. Él se sentó de costado sobre mis piernas, regalándome una espléndida vista de su cintura. Posé mis manos sobre ella y dejé que mis dedos vagaran por los surcos de su cuerpo. Era como tocar un instrumento. Cada hendidura suscitaba una nota distinta en sus lindos labios. Lo hice sonar, como calentando las cuerdas antes de un largo concierto. Entonces llegó el momento de enseñarle los prodigios de mi propia lengua.
Comencé por el cuello. Se retorció con el primer roce, abriendo un acorde nuevo a su repertorio de gemidos. Por mi parte, se abrían nuevos surcos en cada estremecimiento que era incapaz de reprimir, nuevos senderos, nuevos escondites conquistados. Mi lengua fue explorando su cuerpo entero hasta las límpidas plantas de sus pies, las mismas que no hace mucho imaginé solo poder apreciarlas desde lejos.
Toda esa oleada de sensaciones tendrían que haberlo dejado abatido, pero ni ello ni las tibias caricias del agua podían aplacar el fuego de su deseo por mí. Por mí o quizás solo por aquella parte de mí que se erguía con el mismo espíritu combativo. Nuestra contienda aún no había culminado. Así que mi oponente volvió a ponerse en pie y, aunque mi estatura le restara una gran ventaja, aprovechó que yo seguía sentado para plantarme rostro a desafiante distancia. Intrépido movimiento que nos ponía a ambos en posición proclive a que nuestras pasiones acaben por estrellarse en un ardiente beso. Sus brazos rodeando mi cuello, mis manos sosteniendo su cintura, mientras las suyas empuñaban con fuerza mis cabellos.
En ese instante, noté que su torso había ido resbalándose de mis manos, sus labios apenas colgaban de los míos, cuando sentí una presión circundante ahí abajo. Él despegó sus labios de los míos para soltar un gemido. La presión fue bajando hasta apoderarse de toda la cabeza. Él gimió de nuevo, con cierto con cierto matiz de alivio, pero no le duró mucho pues al seguir bajando tuvo que abrirse más para que pueda encajarme en su interior.
Cuando me tuvo todo adentro se permitió soltar un suspiro. No obstante, no hubo mayor tregua. Inmediatamente, comenzó a moverse. Tomaba impulso y volvía a ensamblarse. Estaba loco de placer, cabalgándome con desenfreno.
—Soy tu caballo.
—¿Qué? —dijo con la voz asfixiada entre jadeos.
—Soy caballo. Nací el año del caballo.
—Yo en el del conejo... soy tu conejo.
—Sí. Sigamos cabalgando por toda tu madriguera.
Mi conejo saltaba y saltaba echando gemidos hacia el cielo, como entregando una plegaria de gratitud. De repente se volvió a colgar de mí buscando mis labios. Me había ganado también parte del mérito. Entonces, pude penetrarlo a mi ritmo, con lo que su plegaria de gratitud adquirió más bien los tonos de un llanto de expiación.
Tardó en acostumbrarse a mis preferencias, pero luego le agarró el gusto a la velocidad. Lo saqué del agua, lo empotré contra un poste y comencé a entrarle con toda la fuerza que la mediación del agua no había permitido hasta este punto. Ambos chorreabamos, empapados de calentura. Y aún con todo, abrió sus labios para decirme:
—Sacia mi sed.
Sin dejar de mirarlo a los ojos, le eché adentro mi semen. Él puso una cara exquisita al sentir mi pene bombéandole todo adentro para aplacar su sed.
—¿Quieres volver al agua?
Asintió con la cabeza y lo lleve cargado al reconfortante interior del onsen.
—¿Cómo te llamas?
—Me llamo Satoshi, pero no puedes llamarme así. Si necesitas decir mi nombre, debes llamarme Paris.
—¿Paris?
—Así es —le reiteró Satoshi, quien había dejado ese nombre en un foso junto a los cadáveres apilados de su familia durante la guerra. Satoshi había muerto, pero su cuerpo había tenido que quedarse junto al general Derricks, quien le escogió el nombre de Paris por su afición a los jóvenes de descollante belleza.
—La primavera no tardará en llegar —dijo Satoshi contemplando el cielo desde donde empezó a caer la última nevada de aquel invierno—. Y cuando eso ocurra, me gustaría al menos...
Sin terminar su frase, estiró una mano hacia los copos de nieves. También yo extendí la mía para tocar uno, pero este se desvaneció entre el vapor antes de que pudiera alcanzarlo.
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La Posada del Placer
Teen FictionTakeshi, encargado de limpieza en una posada de estilo japonés, se verá arrastrado en una espiral de desventuras pecaminosas, perdiéndose un poco en cada una de sus curvas. Romances fugaces, aventuras de una noche, incursiones a lo prohibido y sobre...