El violinista parecía una farola más. Tocaba una melodía lenta y solitaria. Cualquiera diría que las manos del músico estaban heladas de dolor. Trajeado, con su funda abierta y los mechones de pelo cayendo por su frente. Era un día gris en el Montmatre y los peatones parecían autómatas. Lo que un día fue puro arte ahora rebosaba decadencia. Aun así se respiraban en el aire las esperanzas de los que todavía no habían visto truncados sus sueños, de aquel violinista.
Lenta y jubilosamente la bailarina comenzó a danzar. Aquel carrusel era el alma del barrio, el punto de encuentro de los amantes que los corazones partidos ahora visitaban con nostalgia. Su vestido azul y dorado parecía el cielo de verano sobre los campos de trigo, fresco pero indiferente en los días nublados. Bastó con que empezara a girar para que unos rayos de sol se colaran entre las nubes y dejasen ver el esplendor del celeste salpicado de oro. Todos la miraban, todos la querían a ella, a la vieja amiga que cada día les dedicaba un baile tras otro. Ella nunca se soltaba el pelo, nunca daba un paso en falso, nunca se caía. Sonrisas al ver el reflejo del sol en las escaleras, al ver a la dama eclipsar al mismísimo cielo. Era un escenario vacío donde solo estaba aquel carrusel.
Se escucharon cascabeles a lo lejos y unos ojos verdes se quedaron clavados en la bailarina. La piel morena de aquella gitana y su cabello azabache pasaron desapercibidos por la multitud. Se cansó de pedir unas monedas a las puertas de Notre Dame a cambio de horas de baile. Con los pies descalzos y ensangrentados decidió rendirse a la pobreza no sin antes demostrar que su esfuerzo valía mucho más que dos monedas y el envoltorio de un caramelo.
Dejó de sonar la música del carrusel y volvieron a la escena los compases de violín. Esta vez la melodía lenta se volvió violenta y el arco parecía estremecerse en movimientos nerviosos. Se escucharon de nuevo los cascabeles. La gitana meció sus caderas y hasta los ojos de los gatos se giraron a verla. Era fuego crepitando, ardiente en casa paso. Abrasaba las pieles de los hombres que no podían evitar acercarse y los corazones de sus esposas henchidas de orgullo que les cogían del brazo. Se desembarazó del pañuelo que cubría sus hombros y pisó la acera con tanta fuerza que tembló nuestra bailarina que ahora se veía ignorada.
Parecía el hechizo hipnótico de una bruja o más bien una diosa. Era la última voluntad escrita con notas de un pizzicato y gotas de sudor. El rocío que bañaba su cuello resplandecía y el carmín del suelo dibujaba rosas.
El Sol se resguardó entre las nubes y las rosas se convirtieron en río. Ya nada se distinguía en aquel charco carmesí. El corazón dejó de palpitar, el violín desafinó una última nota antes de que el arco cayera al suelo y los ojos esmeralda quedaron petrificados en una mueca de dolor. La lluvia apagó el fuego y diluyó la sangre que ahora se colaba entre las losas. Ya no había violines ni cascabeles. Ya no había miradas ardientes de pasión. Solo indiferencia y repugnancia hacia la pobre gitana que yacía sola e inerte en las calles de París. Una de tantas. Los caballeros no se quitaron el sombrero, las señoras se taparon las bocas con sus pañuelos de seda. La admiración culpable que minutos atrás habían sentido se volvió asco.
El carrusel volvió a girar.