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  —¿Estás bien? —preguntó una mujer de cabellos castaños y ropa deportiva, mientras tomaba de la cintura a una joven de estilo ochentero para ayudarle a bajar del gancho metálico que atravesaba su hombro derecho.

  —Sí, no te preocupes — balbuceó la chica—. Anestesia, el gancho está cubierto de ella.
 
La contraria pasó el brazo de su compañera sobre su hombro para avanzar. Estaba sangrando, en un patrón de tres segundos, pero la chica no se quejaba del dolor. La castaña las guió tras un muro en V, para luego apoyarse contra éste, dejando a la herida sentarse en el suelo y recostarse. Llevaba un botiquín en su mano libre, del cual se apresuró a sacar gasas, y una aguja e hilo para sutura.

  —¿Ya te colgó a ti también? —pregunta la ochentera, mostrando sus ojos verdes opaco y un rostro pálido con rastros de lágrimas.

  —No... —respondió su salvavidas, mientras atendía la herida. Tomó gasas y limpió como pudo la sangre. Al ver que ya no emanaba tanta, suturó la zona lo mejor que pudo,
aprovechando aún el efecto de la anestesia—. Llegué aquí con un amigo... Me escudó los
primeros diez minutos —mira su muñeca derecha, tiene un reloj con el cronómetro marcando quince minutos con cuarenta y dos segundos; cada vez avanza más rápido—.
Sólo llevamos aquí quince minutos. Si nos mantenemos escondidas, David no habrá muerto en vano.

  —Quince minutos más —la ochentera susurra. Se asoma por una de las esquinas de la pared; no ve a nadie, y vuelve la vista a su nueva compañera—. Vamos, se dónde
está la escotilla, y... —saca de su bolsillo una llave oxidada.

La castaña sonrió temblorosamente, y asintió.

  —Te sigo.

  Avanzan en cuclillas, manteniéndose escondidas entre los sembradíos y tras los grandes fajos de heno. La chica de pantalón acampanado señala un granero situado al otro lado del sembradío.

  —Ahí está la compuerta —se esconde tras la llanta del enorme tractor—. Mientras yo la abro, debes cuidar la entrada del granero. Si ves a ese hijo de perra acercarse, y la
escotilla no ha abierto, debemos escondernos, ¿está claro?

  —Entiendo —asiente la castaña, para luego salir del escondite y observar al rededor, esperando no ver al asesino de su amigo —. ¡AH! —exclama a medias; sus manos cubrieron el sonido por reflejo.

  —Liz —dice un chico de cabello oscuro y uniforme de fútbol americano—. Estás
bien… —se lanzó sobre ella, presionando la cara de la chica con su pecho.

  —¿Yo? —contestó en un susurro quebradizo—. Vi cómo ese maldito te tiró al suelo y te alejaba a rastras. ¿Y te preocupas por mí? ¿Podrías pensar en ti mismo un momento?

  —Abajo —alertó la joven que se encontraba escondida bajo el tractor.

  Liz y David, no lo dudaron. Uno se oculta tras el neumático, el otro bajo el tractor. Sobre las hojas de maíz seca se escucha un andar pesado; por suerte está del lado contrario al
escondite de David. Sin insistir en la búsqueda, el dueño de las pisadas se aleja.

  —La escotilla está en el granero —comienza David—. Si llegamos a ella, podemos escapar; yo tengo la...

—Tengo la llave —le interrumpe la compañera/desconocida—. Vamos.

  Sin dejar tiempo a charlas, el trío desafortunado se aproxima a su objetivo. Las nubes mantenían limitado el brillo de la luna que los seguía. Estaban asustados, y los cuervos les causaron mini infartos más de una vez. Querían llegar a la salida.
 
  No sabían el cómo habían llegado u dónde se encontraban, pero según la información que les dictaron por los altavoces ya “hace 20 minutos que están dentro, y si lograban
mantenerse con vida durante media hora, podrían volver a sus hogares”. Lamentablemente, el cuarto chico que fue dejado junto con ellos, había muerto; lo descubrieron al toparse con su cadáver mutilado frente a la puerta del granero.

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