Marybeth y las calaveras azules

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Los cuadros baratos de Monet son copias pero adornan bastante bien la habitación negra de Marybeth, contrastan toda la oscuridad que habita allí, aportan unos rayos de luz.

Acaba de ver nuevamente esa película de la niña caminando con una planta y al término decide tomar las tijeras y recortar su cabello de manera ágil. Las finas hebras caen lentamente hacia el suelo. Es como un nuevo comienzo, piensa ella, aunque nadie sabe qué tiene que ver el corte de cabello con el inicio de una nueva etapa en cuanto a las mujeres.

A lo lejos se puede escuchar ese sonido del agua. El gorgoteo suicida. Su padrastro se ahoga en la piscina que está justo al lado de su habitación. Lo puede escuchar intentando salir a la superficie, pero es imposible. Le ató una pesa de veinte kilos al pie y no va lograr salir, esta vez no. El tipo era agradable y nunca la tocó, pero a su madre la engañaba y le quitaba todo el dinero. Muchas veces intentó razonar con ella, pero Belén es demasiado tonta.

Siempre en frío. Marybeth siempre ve las cosas en frío, por eso tiene los ojos congelados de ese tono gris sin vida, ojos de gato, ojos de pescado muerto, como le dice la anciana de la esquina. Tiene esas cejas largas y abundantes, siempre depiladas con obsesión, y una boquitita rosa. En su closet solo hay ropa de negro y alguna que otra chaqueta celeste bastante ancha. Le gusta ese collar de cuero ajustado al cuello con un dije de círculo grande, le hace sentirse ahorcada.

Sale a la calle. Es de noche. No tiene miedo nunca. Siempre trae consigo la katana de su abuelo japonés. El michi negro siempre la acompaña con fidelidad, con su cola levantada meneándose elegamentemente.

Hay muchas calaveras azules. Ella tiene un don. Puede observar los cráneos azules de las personas perversas. Jonathan tenía una así, siempre se lo dijo a su madre, pero ella insistía en que no dijera mentiras y que no viera televisión hasta noche porque se estaba volviendo paranoica. Pero Marybeth siempre vio esas calaveras azules desde pequeña. De haberlo sabido antes habría hecho algo para salvar a su gemela de su padre biológico.

—¿Vienes, niña? —Un hombre la admira entre la penumbra. Marybeth sigue caminando con sus piernas largas y su nuevo corte estilo Matilda.

—No soy una niña. —Incluso su voz está congelada. Sin sentimientos.

Un trueno retumba en lo alto del cielo y la primera gota de la tormenta cae justo en la punta de su nariz. Marybeth voltea hacia arriba. Es un presagio, lo sabe. Está dejando todo atrás. Es un nuevo comienzo. Es también la muerte de su niñez. Ha llegado el momento de despertar del sueño.

Ve hacia el frente. Comienza a llover con violencia, pero no hay momento para retractarse.

Hoy es la noche en que nace.

Hoy es la noche.

Le va poner fin a las calaveras azules. Por eso trajo la katana. Por eso dejó una nota a su madre diciéndole que cuide del abuelo y que los ama. Aunque no está muy segura de sentirlo, pero pensó que sería una buena despedida porque no regresará a casa después de esta noche.

Saca la katana de su funda y aprieta el mango con ambas manos.

Tres, dos...

Ahora está lista, es el fin. Es la última noche. Solo tiene qué cortar e imaginará que se está deshaciendo de esas copias baratas de Monet, ojalá hubiese tenido dinero para comprar unos buenos cuadros.

Sabe que no regresará a casa. La lluvia le hace sentirse más fría de lo que es. Eso está bien. Da un paso.

Uno.

Cero.

Ya no es Marybeth. 


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Hilo rojo sangre [Poemario]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora