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Itadori Sukuna.

Dando leves gruñidos, Megumi se acomodó en el asiento cerrando sus ojos.

Era invierno, el frío estaba a la puerta del día y en el colectivo no era la excepción, su cuerpo temblaba a pesar de estar cubierto por las capas de ropa térmica, sueteres y aquella cazadora negra.

Mierda, odiaba el frío.

Megumi Fushiguro era la persona más susceptible a los cambios de clima. Podría tener el sol colándose a su ventana, rociando toda su energía y él, en recompensa, tendría el catarro más desastroso de la historia.

Horrible, sencillamente horrible.

Gruño por lo bajo cuando una brisa fría se coló entre su muro improvisado de calidez, provocando un escalofrío que le separó del respaldo del asiento e hizo que sus ojos se abrieran en un claro signo de terror.

«Dios, quisiera dejar de ser tan sensible» meditó tranquilizándose.

Levantándose un poco y con su ego pendiendo de un hilo, volteó hacia todas las direcciones en la espera de encontrar una mirada cínica hacía él, pero, para su fortuna, el ferrocarril estaba lo suficientemente solo como para que alguno de los cinco presentes le tomara atención a un adolescente retorciéndose por el frío.

Sintiéndose más tranquilo, Megumi regreso a su posición inicial, abrazo con más fuerza su mochila contra su pecho y esquinio sus piernas para darse equilibrio. Dio una última mirada hacia los edificios que eran dejados atrás por la velocidad pasiva del tranvía y sin más dejo caer sus párpados.

Era el primer viernes del mes de noviembre, la escuela estaba en su punto crítico y la temporada de desveladas estaba a la vuelta de la esquina, tenía razones de sobra para querer un momento de intimidad. Sabía que podía esperar a llegar a casa, tirar su mochila en alguna parte de la pequeña sala, e ir a su habitación dando pasos cansados para terminar de cara a su almohada y perderse en el maravilloso mundo de los sueños.

Claro que podría hacerlo, si no tuviera a un padre sobreprotector que investigaría a un enemigo inexistente por el cansancio de su único hijo.

Toji Fushiguro era una persona desconfiada, pero era aún peor cuando Megumi estaba cerca. Había tenido varios problemas a causa de su personalidad, Megumi recuerda bien una ocasión en la que su padre saco una katana y trato de ir en contra del cartero solo por qué se quedó hablando con él más de la cuenta.

Ese fue la primera vez que había pisado la comisaría.

                  —¡Eres tan ingenuo Megumi! ¡Ese hombre te veía como Tsumuki veía a las donas de azúcar! - su padre prolifero mientras era llevado por dos policías hacia el pasillo de detenciones.

El menor de los Fushiguro solo arrugó el entrecejo ante el bochornoso recuerdo.

Debido a que su padre fue detenido por mal comportamiento durante una corta temporada -dos meses-, el pelinegro había quedado bajo la custodia de un amigo de su pequeña familia; Satoru Gojo, un hombre filántropo, de cabellera blanquecina- que siempre recalcaba que era natural-, ojos azulados siempre ocultos debajo de gafas negras y dueño de un pequeño bar en la zona rica de la ciudad. Cuando Megumi lo conoció en ningún momento lo visualizo como una figura de autoridad, ni siquiera cuando iba por él al colegio o cuando le daba a firmar sus boletas, sencillamente no podía ver al adulto de tal forma cuando solo se la pasaba molestándolo y acosándolo con juegos absurdos o con leyendas de la zona que lograban perturbarlo.

Si bien Gojo era adulto demasiado infantil, siempre lo procuro. Nunca le falto nada durante su estadía en aquella gran casa hecha de ladrillos marrones, siempre tuvo comida, ropa y diversión. En definitiva, no sabía cómo describir a Gojo Satoru, pero el título de mala persona no le quedaba para nada.

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