A Iyír le gustaba jugar con los demás niños del poblado. Reían y correteaban entre los cultivos, saltando sobre todos y cada uno de los charcos que podían encontrar tras una buena lluvia. Correteaban de sol a sol. Desde que el rocío empezaba a marcharse, hasta que el anochecer decidía terminar con sus tropelías.
Gustaban de molestar a las personas de la aldea, de fastidiar al ganado y soñaban con descubrir tesoros increíbles, como la vez que encontraron una colección de piedras de afilar, que el herrero había olvidado dejar a buen recaudo.
Pero lo que Iyír más amaba eran las escondidas. La emoción de agazaparse entre los fardos, esperar a que el desafortunado chico elegido terminara de contar y luego, tan sigilosamente cómo pudiera, acercarse hasta llegar a la "pica", cómo ya se habían acostumbrado a llamar al gordo y rechoncho árbol que se encontraba en los límites del pueblo, para él eso era lo más divertido del mundo.
Aunque siempre había problemas. El árbol, él único lugar realmente bueno para contar según los chicos, se encontraba en los límites de la aldea.
Donde no debía juguetear un muchachito cómo tú, le había dicho su mamá, casi cada mañana desde que tenía memoria. Pero no le había hecho caso nunca. Bueno, casi nunca.
Esa vez lo había descubierto mientras se encontraban allí, él y Orimi, el hijo del panadero, y le había dado un buena e imponente cachetada, que le dejó la mejilla picando toda la vuelta a casa.
El siguiente día sí hizo caso, aunque se arrepintió desde el fondo de su niñezca alma cuando se enteró de que los demás niños, en sus salidas, habían encontrado un sapo en el mismísimo árbol, muerto probablemente debido los perros de Gunther, el cazador que vivía en la cabaña más cercana al bosque. Estaba partido en pedazos, tripas por aquí, tripas por allá. Un espectáculo que cualquier niño lamentaría perderse.
Al menos, eso pensó Iyír. No estaba seguro de que mamá pensara lo mismo.
A ella no parecían agradarles sus descubrimientos. Era una aburrida, como casi todos los mayores. Iyír siempre se prometió a si mismo no dejar de ser un niño nunca. Pero si no podía evitar crecer, lo haría con la condición de convertirse en cazador. El único de la aldea qué parecía hacer cosas divertidas era Gunther.
Un pobre loco, le había escuchado decir a su padre. Había dejado de hablar con los demás cuándo su hija se había perdido, hacía ya tres inviernos.
Iyír se negaba a hacer caso a lo que su papá decía. El cazador era el único que hacía cosas emocionantes en aquella aldea.
Y loco o no, los niños adoraban a sus perros.
Los veneraban como a dioses desde qué uno de los muchachos más grandes les había contado una historia de los tiempos antiguos.
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La Dulce Inocencia /CHMD I/ #ConcursoZorro & #TrikyAwards2020
Conto🔽🔽🔽🔽🔽🔽🔽🔽🔽🔽🔽🔽🔽🔽🔽🔽🔽🔽 🔥 🔥 🔥 🔥Portadas realizadas por: 🔥 🔥 🔥 🔥 🔥🔥 🔥🔥 🔥@Graficssilence y Mí🔥🔥🔥🔥 🔥 🔼🔼🔼🔼🔼🔼🔼🔼🔼🔼🔼🔼🔼🔼🔼🔼🔼🔼 Orimi huía de él, huía de sus hogares. Orimi siguío alejándose. Rápido cómo una ga...