(En el cual Beremís Samir, el “Hombre que calculaba”, cuenta la historia de su vida.
Cómo fui informado de los prodigiosos cálculos que realizaba y por qué nos hicimos
compañeros de viaje.)Me llamo Beremís Samir y nací en la pequeña aldea de Khoy, en Persia, a la sombra
de la gran pirámide formada por el monte Ararat. Siendo muy joven todavía, me
empleé como pastor al servicio de un rico señor de Khamat3
.
Todos los días, al salir el Sol, llevaba el gran rebaño al campo, debiendo ponerlo al
abrigo, al atardecer. Por temor de extraviar alguna oveja y ser por tal negligencia
castigado, contábalas varias veces durante el día. Fui, así, adquiriendo, poco a
poco, tal habilidad para contar que, a veces, instantáneamente, calculaba sin error
el rebaño entero. No contento con eso, pasé a ejercitarme contando además los
pájaros cuando, en bandadas, volaban por el cielo. Volvíme habilísimo en ese arte.
Al cabo de algunos meses –gracias a nuevos y constantes ejercicios-, contando
hormigas y otros pequeños insectos, llegué a practicar la increíble proeza de contar
todas las abejas de un enjambre. Esa hazaña de calculista nada valdría frente a las
otras que más tarde practiqué. Mi generoso amo, que poseía, en dos o tres oasis
distantes, grandes plantaciones de dátiles, informado de mis habilidades
matemáticas, me encargó de dirigir su venta, contándolos yo uno por uno en los
cachos. Trabajé asía al pie de los datileros cerca de diez años. Contento con las
ganancias que obtuvo, mi bondadoso patrón acaba de concederme algunos meses
de descanso, y por eso voy ahora a Bagdad pues deseo visitar a algunos parientes y
admirar las bellas mezquitas y los suntuosos palacios de esa bella ciudad. Y para no
perder el tiempo, me ejército durante el viaje, contando los árboles que dan sombra
a la región, las flores que la perfuman y los pájaros que vuelan en el cielo, entre las
nubes.
Y señalando una vieja y grande higuera que se erguía a poca distancia, prosiguió:
- Aquel árbol, por ejemplo, tiene doscientas ochenta y cuatro ramas. Sabiendo que
cada rama tiene, término medio, trescientas cuarenta y siete hojas, se deduce
fácilmente que aquel árbol tendrá un total de noventa y ocho mil quinientas
cuarenta y ocho hojas. ¿Qué le parece, amigo?
¡Qué maravilla! –exclamé atónito-. ¡Es increíble que un hombre pueda contar
todos los gajos de un árbol, y las flores de un jardín! Tal habilidad puede
proporcionar a cualquier persona un medio seguro de ganar envidiables riquezas.
- ¿Cómo es eso? –preguntó Beremís-, ¡Jamás pasó por mi imaginación que pudiera
ganarse dinero contando los millones de hojas de los árboles o los enjambres de
abejas! ¿Quién podría interesarse por el total de ramas de un árbol o por el número
de pájaros que cruzan el cielo durante el día?
- Vuestra admirable habilidad – expliqué- podría ser empleada en veinte mil casos
diferentes. En una gran capital como Constantinopla, o aún en Bagdad, seríais útiles
auxiliar para el Gobierno. Podríais calcular poblaciones, ejércitos y rebaños. Fácil os
sería evaluar las riquezas del país, el valor de las colectas, los impuestos, las
mercaderías y todos los recursos del Estado. Yo os aseguro –por las relaciones que
mantengo, pues soy bagdalí4
, que no os sería difícil obtener una posición destacada
junto al glorioso califa Al-Motacen (nuestro amo y señor). Podríais, tal vez, ejercer
el cargo de visir – tesorero o desempeñar las funciones de Finanzas musulmanas5
.
- Si es así, joven – respondió el calculista- no dudo más, y os acompaño hacia
Bagdad.
Y sin más preámbulo, se acomodó como pudo encima de mi camello (único que
teníamos), rumbo a la ciudad gloriosa.
De ahí en adelante, ligados por ese encuentro casual en medio del agreste camino,
nos hicimos compañeros y amigos inseparables.
Beremís era de genio alegre y comunicativo. Joven aún –pues no tendría veintiséis
años-, estaba dotado de gran inteligencia y notable aptitud para la ciencia de los
números6
.
Formulaba, a veces, sobre los acontecimientos más banales de la vida,
comparaciones inesperadas que denotaban gran agudeza de espíritu y verdadero
talento matemático. Beremís también sabía contar historias y narrar episodios que
ilustraban sus conversaciones, de por sí atrayentes y curiosas.
A veces pasábase varias horas, en hosco silencio, meditando sobre cálculos
prodigiosos. En esas oportunidades me esforzaba por no perturbarlo, quedándome
quieto, a fin de que pudiera hacer, con los recursos de su memoria privilegiada,nuevos descubrimientos en los misteriosos arcanos de la Matemática, ciencia que
los árabes tanto cultivaron y engrandecieron.