4. La fiesta

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Capítulo Cuatro

La fiesta

El resto de la semana transcurrió de la misma forma que siempre. Mi pecho sentía cierto alivio al saber que era viernes, no por la fiesta, sino porque estaba en la última clase del día. La señorita Savannah nos había llevado al auditorio para ver una película clásica. Solía hacerlo una vez a la semana, y después dialogarla en la próxima clase. Leo se encontraba a mi lado, y sin que se diese cuenta estábamos con nuestros celulares.

Sentí mi estómago rugir.

—Me estoy muriendo de hambre —susurré.

—Iré a la cafetería para traerte algo. —Él se había inclinado para hablarme al oído y que nadie más escuchara—. Solo tienes que encargarte de que la señorita Savannah no se entere y si te pregunta, dile que fui al baño.

La semana que él llevaba en la cafetería ayudando a la cocinera debido a su castigo que le había impuesto el director. Solía tener la oportunidad de contrabandear un poco de comida y traérmela a mitad de algunas clases.

Dejé el celular entre mis piernas, y luego me volví para verlo con genuina preocupación.

—Solo no dejes que te atrapen, ¿de acuerdo?

Sonrió.

—Tranquila, no tardaré mucho.

Él se levantó sin ninguna preocupación aprovechando la oscuridad del auditorio para colarse por la puerta de salida. Me aseguré que nadie más aparte de mí lo haya visto, y luego apoyé mi codo derecho en el brazo de la silla y recargué la barbilla sobre mi mano.

Se suponía que tenía que poner atención a la película. En cambio, mis pensamientos se enfocaban en recordar lo sucedido el día martes en el estacionamiento. Ese chico de ojos verde esmeralda siempre sabía cómo filtrarse en ellos. No podía creer que me haya jugado tan sucio como lo hizo. ¿Quién hacía algo así? El tentarme de aquella manera era demasiado cruel de su parte.

Solté un fuerte suspiro, y tiré de mi cabeza hacia atrás. Tenía que dejar de pensar en ese idiota con ese maldito ego por las nubes.

—Señorita Davis.

Me erguí en mi lugar con rapidez para fingir que estaba poniendo atención a la película.

—Dígame, profesora —sonreí.

—¿Y el joven Salazar?

Me limpié el sudor que comenzaba a formarse en mis pequeñas manos. Al no recibir una respuesta de mi parte, ella enarcó una de sus cejas y sus labios formaron una línea fina.

—¿Tiene algún problema? —quiso saber.

—La verdad es que sí, me dijo que le dolía el estómago y se fue corriendo al baño.

Ya me podía imaginar a Leo diciéndome:

"¿No se te ocurrió algo menos vergonzoso?".

—Entiendo.

Asentí

—No se preocupe, ya vendrá.

Esto no es un cliché, ¿o sí? Donde viven las historias. Descúbrelo ahora