A veces tengo fantasías sobre cómo sería contar con el amor y el apoyo de una familia, puede ser alguna abuela, tío o hermana, pero eso solo se reduce a meros escenarios ficticios con los que suelo fantasear en plena persecución de vida o muerte.
—¡Eres tan zorra como tu madre! —ladran detrás de mí. Las alarmas se encienden cuando escucho el repiquetear de dos pares de tacones, firmes y sonoros, y obligo a mis piernas a hacer un esfuerzo sobrehumano para correr teniendo en cuenta la tensión acumulada en ellas.
Continúo desplazando mis pies sobre el suelo de mármol pulido, abrazando el riesgo de resbalar y caer de nalgas, hasta sentir que mi pecho impacta contra la dura puerta doble. Suelto una maldición en consecuencia y tambaleo un poco, pero logro espabilarme para extender mis brazos a cada extremo y así tomar las frías perillas para atraerlas hacia mí. Salgo rápido por la pequeña abertura, como mi contextura lo admite, y cierro la entrada principal de un golpe seco.
El estruendo se mantiene rebotando en toda la cuadra por vastos momentos agonizantes en los que me permito recargar mi espalda contra la superficie de madera oscura y deslizar mi cuerpo a tal punto de apoyar mis manos sobre mis rodillas mientras les ordeno a mis articulaciones relajarse. Siento el corazón en la garganta, mis costillas a reventar y mis piernas flaquear.
No importa cuántas veces explique mis razones. No importa cuántas veces he tratado de ser paciente. Para mis tías siempre seré una cualquiera sinvergüenza.
Todo empezó desde que mi padre y yo nos vimos obligados a mudarnos, hace cuatro años exactos, por dificultades económicas. Para la desgracia de mis tías, la casa pertenecía a mi abuela y abuelo y, por lo tanto, a todos sus hijos. Ese es el eslabón de todos los problemas acarreados por la prestigiosa familia LeBlanc.
¿Y qué velas poseo yo en este entierro? Bueno, soy Moon LeBlanc y tengo veintiún años. Estudio sexología en la universidad central de Loudmont, la única en realidad, de 8:00 a 15:00, y trabajo en una sex-shop de 17:00 a 21:00, esa es la base de las razones por la cual mis tías se enfurecen más conmigo. ¿Por qué? Son ultraconservadoras y les avergüenza que alguien de su familia hable con tanta libertad sobre el sexo.
No te angusties, al menos mi papá me ama. No está a mi lado porque se encuentra trabajando en Londres; él dice que no me preocupe, que pronto saldremos de este lugar. Yo le creo, Oliver es un buen hombre.
Muchos creen que trabajar en una tienda sexual es una oportunidad para obtener un poco de morbo; ver la lencería que nada deja a la imaginación, los grandes consoladores de diferentes texturas o las largas tiras de preservativos colgando del techo como serpentinas en carnaval. Para mí es mucho más que eso. Es una oportunidad para ayudar a las personas en un ámbito más íntimo. Sé que se puede vivir sin masturbación o coito —existen casos, créeme—, ya que no es una necesidad fisiológica como dormir, comer, cagar u orinar; pero para mí resulta imprescindible conocer nuestro cuerpo y aprender a tomar las mejores decisiones respecto a él, siempre y cuando éstas vengan del corazón y la razón...O algo así dice la profesora Maxwell.
Las fantasías cada vez tienen mucha más demanda en la vida de la mayoría de las personas. Eso me gusta. Me encanta que se sientan más desinhibidas sobre los temas satanizados por la misma sociedad. Romper esquemas y tabúes sexuales, ese es uno de los mandamientos principales de la sex-shop en la que trabajo. No voy a mentir o crear ilusiones, es un proceso lento, todavía hay muchas mentes cerradas en el mundo que necesitan ser abiertas con una llave maestra llamada respeto.
Devuelta a la persecución al mando de mis tías, siento los ojos flamear por el coraje y mis piernas experimentan un ligero temblor por el miedo. Alzo la vista de mis botines desgatados y percibo a un par de transeúntes pavoneándose por la exclusiva zona que representa vivir aquí, es una chica y un chico, van tomados de la mano mientras ríen, ruidosos. También odio vivir aquí, pero no tengo otra opción, con los gastos de la universidad, comida y mantenimiento de mi moto, poco puedo hacer. Solo me queda bajar la cabeza ante las injusticias y apretar las nalgas por la rabia.
Al parecer los tortolos se vuelven conscientes de la chica asustadiza pegada a la puerta de la controversial mansión LeBlanc. Temerosa de que me tachen de loca, suficiente tengo con los «zorras» de mi tía, despego mi cuerpo de la puerta, enderezo lo más que puedo mi espalda y les dedico una sonrisa altanera y, en consecuencia, ellos me dedican una de lo más falsa. No retiro mi mirada de ellos, podría malinterpretarse como un gesto de debilidad, pero cuando los veo cruzar la calle vuelvo a derrumbarme.
Oh, casi olvido mencionar que nací con cara de culo y la sustancia equis inyectada en mis venas, cosa que me hace especialmente… malhumorada. Solo bromeo, aunque eso de ser graciosa no se me da bien, es como ver a una piraña sonreír. Así que no te asustes, tengo la certeza que te caeré como el carajo, pero… ¿adivina? Las opiniones ajenas siempre las dejo en un bonito buzón de sugerencias custodiado por moscas atraídas por el hedor a putrefacción.
Una vez mi pulso recobra su funcionabilidad normal, me agacho para tomar mi mochila del suelo, seguro cayó en mi arrebato de adrenalina, y me la cuelgo sobre el hombro. Bajo los anchos peldaños, apoyando mi mano en uno de los barandales, para introducirme al vanidoso camino de piedra que guía a la acera. Una vez llego a mi destino, deslizo mi mano por los manubrios de mi Vespa, como si de un cachorrito se tratase, meneo mi cabeza y evito dar más preámbulos para subir a la moto. Mi trasero recibe la cálida bienvenida de las almohadillas, que ni siquiera me dio tiempo de guardarla en el garaje cuando Emma, mi tía menor, empezó con su histeria por verme llegar con una falda corta.
Nunca entenderé el porqué del interés de las personas sobre las prendas ajenas. Es decir, lo llevo yo, no ellas, no es su maldito problema. La ropa no define nuestro valor como seres humanos, es solo un método de expresión. Uno muy bonito, a mi parecer.
De mis bolsillos delanteros saco unos auriculares para introducirlos en mis oídos y giro un poco para alcanzar mi casco rojo en la parte trasera, tomo el objeto entre mis manos y me cubro el cráneo. Introduzco las llaves al contacto, la vuelco hasta encender y acelero un par de veces solo para hacer rabiar, un poquito, a Emma.
La puerta principal es abierta de sopetón, y vuelco mi atención hacia ese punto que me indica que la primera persecución tendrá un spin-off. Observo a mi tía menor salir de la casa con el cabello castaño hecho un desastre por la resaca del día anterior, detrás de ella se instala su sombra, mejor conocida como Anastasia, mi otra tía, quienes suelen hacer fiestas privadas en las que juegan póquer, se ahogan en bebidas burbujeantes rebozadas en alcohol, meten porquerías a sus narices y demás cosas que prefiero no mencionar. No las juzgo, no como ellas a mí por un maldito trozo de tela.
Observo a la pequeña mujer correr hacia mi dirección con un rictus de rabia impreso en sus facciones y cacarear un no sé qué. Los audífonos y el casco no me permiten oír su cháchara sin sentido. Gracias, Medusa.
Sonrío mientras escucho como I love it de Charli xcx sale por los orificios de mis audífonos inalámbricos.
Dejo que se acerque un poco más para acelerar y terminar dejando las partículas de humo, generadas por mi vehículo, en su espacio personal.
La veo graznar de rabia a medida que me pierdo por las calles de la urbanización rodeada de animales hechos de arbustos.
—I DON'T CARE! I LOVE IT! —canto a todo pulmón.
Quédate, ajusta tus nalgas al asiento, trae palomitas y un par de pañuelos —para lágrimas de tristeza o alegría, poco me interesa— que esto se pondrá interesante.
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Nuestras Tardes en la Sex-Shop
Teen FictionMoon y Marsh son jóvenes adultos buscando sobrellevar las responsabilidades de dicha etapa mientras pasan sus tardes entre preservativos y lubricantes. *** Moon está cansada de los prejuicios y solo quiere libertad. Marsh está cansado de las decisi...