9. Moon

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Luego de despachar a un cliente que se llevó una serie de libros eróticos, le doy mi atención a Marsh, quien se encuentra ensimismado en sus gráficos. Parte de su cabello castaño le toca el pómulo, en serio me encanta, pero no lo voy a admitir.

Todavía tengo que usar maquillaje para ocultar el moretón en mi cachete. Odio hacerlo cuando potencia el acné.

—Creo que estas «lecciones» no te llevaran a ninguna parte. Tengo la ligera sospecha de que solo te querías apoderar de mi trabajo —pitorreo mientras coloco mis brazos en jarras y arqueo una ceja.

Marsh deja de jugar a los Sims en su celular para mirarme. Parpadea un par de veces, supongo que para procesar mis palabras, y abre su boca en una morisqueta indignada.

—Me has enseñado varias cosas, y no me quiero apoderar de tu trabajo. Lo juro por Christina que está a la espera de su primer bebé —Da su palabra, para corroborar su punto me enseña la pantalla de su celular donde sale la chica en cuestión con una casa digna de un premio.

Mis personajes en los Sims siempre terminan muertos a causa de algún incendio, los píxeles son tan inútiles que ni siquiera son capaces de sostener de manera correcta un extinguidor. Además de que sus habilidades sociales son tan mediocres que su vida sexual es menos activa que la mía.

—No te creo. Ahora Christina se atendrá a las consecuencias de tu juramento vacío —Lo apunto con un dedo acusador.

Ahora sí deja el celular boca abajo en el vidrio del mostrador para escrutarme con sus ojos neptunianos por largos segundos; pero interrumpimos nuestra confrontación para atender a un usuario queriendo lociones y codones de sabores. Yo escaneo el código de barras y recibo los billetes y Marsh envuelve el pedido con sus torpes manos y regala paletas con forma de órganos sexuales.

—He de admitir que me gusta pasar tiempo contigo. Desde que te conozco duele menos ser yo mismo —balbucea con la vista al frente, solo soy capaz de ver la mitad de su cara.

Ahora la pasmada soy yo. Me pierdo en la rectitud de su nariz hasta su punta donde se curvea un poco, en el leve arqueado de su ceja poblada y en su lacio cabello castaño que le roza la barbilla. Quisiera tocar sus hebras para confirmar su suavidad, luego le pediría que me diera el nombre de su champú. Sin embargo, fenecer ante la tentación significaría mi ruina sentimental.

—Me alegra saber que no para todos soy una desgracia —balbuceo para mí misma.

Él parece escuchar mis palabras ya que me confronta girando su cara en mi dirección. Ahora puedo detallarlo en plenitud, sus estrechos y rosados labios se aplanan, su piel blanquecina se ruboriza al igual que sus orejas y sus ojos neptunianos, tan azules y profundos como el octavo planeta, se empequeñecen más debajo de sus párpados encapuchados.

—No sé si crees en los milagros, pero tú eres el mío —pronuncia tan bajo que por poco no lo escucho, pero sí lo hago.

Las alertas de sentimentalismo empalagoso se activan en mi cerebro. Queriendo cambiar el rumbo de la conversación, interrogo:

—¿Qué era eso que me decías de tu profesora de matemáticas?

Él menea la cabeza de arriba abajo con lo que, a mi parecer, es entendimiento para mi cambio de rumbo.

—Un cuarto de calificación depende de mi participación en clase. Digamos que no es de mis cosas favoritas, menos cuando todos aseguran verme desnudo —Se desinfla.

Eso último me hace rabiar. Marsh me comentó sobre lo sucedido en su preparatoria, para nadie es justo que violen su privacidad. Me duele saber que tendrá una marca permanente en su clavícula por la colilla de cigarrillo. Unas ganas de protegerlo me invaden, no sé por qué, y, para mi sorpresa, no es molesto.

Nuestras Tardes en la Sex-ShopDonde viven las historias. Descúbrelo ahora