Aún recuerdo sus profundos ojos grisáceos llenos de ira clavándose en mi inocente Ainara mientras le atestaba la quinta y última puñalada en el pecho. A su lado yacía sobre un denso charco de sangre oscura, Catia, su hermana. Ese fue el momento en el que advirtió mi presencia y tras dedicarme una esquizofrénica risa huyó, desapareció.
Allí estaban mis gemelas, muertas, asesinadas por aquel hijo de puta. Me tiré hacia ellas, intentando reanimarlas pero todo fue en vano. Pasé mucho tiempo abrazado a sus fríos e inertes cuerpos mientras las lágrimas me fluían a borbotones. Vivíamos en un piso no demasiado grande. Recuerdo cuando lo compré. Cuán felices éramos Gabriela, mi mujer, y yo cuando esperábamos a que nuestras niñas conocieran un mundo maravilloso lleno de luz y color. Cuatro meses más tarde de haberla comprado, por la noche, Gabriela rompió aguas, las niñas pedían paso. Llamé al doctor. Estaré en un momento con ustedes, dijo. Recuerdo también la cara de sufrimiento de mi esposa como se convirtió en un suspiro aliviador cuando Catia, por fin, nació. Poco más tarde, y no menos angustioso para Gabriela, vino Ainara. La vi como volteaba su cabeza para descansar de tal esfuerzo y le coloqué un almohadón bajo su tierna tez.
Cuando ya hubieron nacido mis dos soles llegó el doctor, el cual me indicó ir a lavar a las niñas. Terminamos de limpiarlas y arroparlas, pues el otoño ya se había consolidado, y fuimos a presentárselas a su madre. Una vez adentrados en la habitación me paralicé al ver aquella enrome mancha granate en el colchón y el charco que se formó en el suelo, gota a gota. Yo, inmóvil, no podía creerlo. El doctor fue directo hacia ella y le hablaba y le zarandeaba y le gritaba e incluso la abofeteó un par de veces pero yo no podía escuchar nada. Y hoy, seis años después, conocerá a sus hijas.
Yo bebía, bebía mucho. Intentaba olvidar la imagen de aquella noche con la ginebra, pero todo era en vano. No fui un buen padre, no excluye que no amara a mis hijas con todo mi corazón pero, sobre todo, amaba la idea de la familia, de mi familia. Y ahora estoy solo, mi única razón de permanecer en este mundo ruin eran ellas y ya no están. Pero aun existe un motivo por el que seguir aquí antes de ir con los míos. He de ver como sufre y derrama toda su sangre ese canalla y he de hacerlo con mis propias manos.
Antes de cumplir con mi deber las cogí y las lleve a su habitación. Dormían en la misma pero en camas separadas, a la derecha Ainara y a la izquierda Catia. Acosté a cada una en su cama, les limpié sus dulces y angelicales caritas, las vestí y las puse guapas para cuando nos volviéramos a ver, esta vez con mamá.
Las vestí igual, un precioso vestido en un rosa pálido que se ceñía en sus torsos y desde la cintura hasta los tobillos tomaba una forma acampanada. Les cepillé el pelo y les coloqué una felpa del mismo tono con un lacito algo más oscuro y unos zapatitos blancos de charol. Finalmente las rocié con la suave colonia que mi esposa les compró en vida y que guardaba como oro en paño. Le encantará verlas así, parecían unas princesas de cuento. Antes de irme junté sus camas e hice que se dieran la mano, las besé y fui en busca de aquel tipo.
Pasé por el salón, que fue donde sucedió todo, y aun estaba allí el arma, un puñal con el mango grueso y una hoja de unos 10 centímetros. Le haré sollozar con él hasta que no le quede voz, pensé y lo cogí de inmediato. Sin soltarlo metí mi mano en la chaqueta de cuero. Siempre cabizbajo esperé al ascensor y me monté en él.
Cuando levanté la cabeza vi aquellos ojos grises reflejados en el espejo, esa ira, esa rabia... Incluso me volvió a dedicar otra asquerosa sonrisa. Jamás olvidaría esa cara. Y lo tenía delante de mí. Saqué mi mano de la chaqueta y con una limpia y profunda estocada me atravesé el cuello a la altura de la yugular, disfrutando de mi dulce agonía. Al fin seremos una familia.