Hades llegó al lago en el que estuvo acampando tiempo atrás. Su ojo derecho sangraba. Se sentó apoyando su espalda al tronco de aquel árbol.
Se llevó la mano al ojo herido y vió cómo todo a su alrededor empezaba a distorsionarse. Todo empezaba a desaparecer, dejando sólo a Hades y al árbol dentro de un espacio vacío y oscuro. No había nada más alrededor suya.
El miedo y la tristeza que sentía desaparecían con el paso de lo segundos, dejando tras de sí una mueca de alegría. Las risas descontroladas gobernaban el lugar y lo llenaban de ruido. Las risas de Hades eran cada vez más fuertes e intensas.
Los graves y los agudos se mezclaban y resonaban dentro de su propia cabeza como timbales. Hades retiró su mano del ojo y miró su sangre, causándole aún más gracia, tanta que se volvió a llevar la mano a la cabeza y se manchó de su propia sangre.
Las risas cesaron.
Una medio sonrisa se dejó ver en el rostro de Hades, que contemplaba la gran rama del árbol.
El hombre que Hades conoció apareció delante de él con el rostro manchado de la misma sangre.
Hombre: ¿Comprendes ahora?
Hades volvió a reír de forma sarcástica.
Hades: Qué ironía.
El hombre desapareció de la vista de Hades, dejándolo otra vez sólo junto al árbol.
Hades: Con que una nueva vida, ¿eh?
Se levantó del suelo y comenzó a trepar hasta llegar a la rama del árbol. Analizó su entorno, aunque sólo podía ver oscuridad.
Hades notó algo grueso y rasposo entre sus dedos, una cuerda atada al árbol. Una risa floja salió de su boca.
Hades: Realmente no superé aquello, y aquí estoy. Aquí no debería estar y no estoy.
Luego de sonreír hacia la nada, hizo un nudo en la cuerda y se la ató al cuello. Hades se puso de pié encima de la rama.
Hades: Mi lugar no es este. Nunca lo ha sido y nunca me di cuenta de ello.
Nuevamente le dió un ataque de risa psicótica. Esta vez, sus ojos lloraban mientras su rostro parecía estar alegre y feliz. Su risa no encajaba con las lágrimas de su rostro. Realidad contra ficción.
Hades saltó. Nunca dejó de sonreír.
Su pequeño hermano yacía muerto en el suelo y lo acompaña su hermano mayor, su rostro estaba ensangrentado por el golpe con el bate que recibió en el ojo derecho. Mikhail se llevó los cuerpos fuera de la casa y los incineró, dejando que las cenizas se esparcieran por el viento, fusionándose con el azul del cielo y dando descanso al niño que se engañó en el lecho de su muerte.