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En una tierra muy lejana, existían dos reinos que habían absorbido a todos los demás. Vivían en una lucha constante por hacer lo mismo con el otro.

La guerra se había extendido por milenios, pues los días de sus habitantes eran tan largos como la eternidad.

Hasta que de pronto, uno de los reinos se infiltró en los confines del otro, destruyéndolo desde adentro.

La astucia de ese rey le había conseguido la victoria. Sin embargo, la reina derrotada no se dio por vencida.

Cuando estaban a punto de atraparla, tomó a uno de sus sirvientes y la sedujo con un hechizo.

-Irás por los mundos en busca de mi venganza– le susurró tomando sus manos, su magia pasando a través de ellas. –Traerás a quién me levantará de mi gran sueño. El primer niño que toquen tus manos, cuya vida se esté por perder, traerás su alma a nuestro mundo.

La pobre plebeya no tuvo más elección que mirar dentro de los ojos de su reina, marcando su ser con el hechizo, condenándose a obedecer.

La reina la soltó y procedió a hechizar su propio cuerpo. Tomó asiento en su trono y pronunció ilegibles palabras para cualquiera que no perteneciese a la realeza. La luz emergió de su cuerpo y este se paralizó a la vez que su mente se sumió en un profundo dormir.

La súbdita huyó cuando escuchó a la muerte entrar en el gran salón. El rey la precedía, blandiendo su espada, asesinando a todo aquel que no le prestara juramento de servidumbre.

El rey iba cubierto de pies a cabeza con una pesada armadura, más los hechizos de protección que lo resguardaban. Era imposible que recibiese un solo rasguño.

-¡Reina mía!– gritó al irrumpir, incrustando su espada en dos guardias a la vez.

La espada, que tan orgulloso empuñaba, era la razón de su victoria.

-Espero que hayáis disfrutado de tu reinado, pues no volveréis a mandar ni a los gusanos que devorarán tu piel.

Se acercó al trono, sin prever el estado de la reina, que aunque estaba erguida, parecía dormida.

-No hace falta que aclames a los dioses, ellos jamás han escuchado– dijo creyendo que rezaba en silencio.

Pero la reina jamás se había rebajado a rogarle a nadie, ni siquiera a ellos, que no habían intervenido en toda suexistencia.

Cada paso que daba era estruendoso. La visión de aquel rey altivo sería aterrador para cualquiera.

La muerte detrás de él estaba ansiosa por tomar una vida como la de la reina.

-No váis a necesitar más tu corona.

Estiró las manos hacia esta, sus ojos brillando por el tesoro. Una reliquia más, todas proclamando sus conquistas. No existía ser alguno que lograra rebasar su honor.

De pronto, el material que protegía sus manos comenzó a derretirse, quemándole la piel. Soltó un grito de cólera, apartándose de ella. La ira consumió su razonamiento, y blandió su espada hacia ella. Pero como si de un muro se tratase, la espada rebotó, volviendo a su amo.

-Era su vida o la tuya– susurró la muerte en su oído. El rey no le había temido, ni siquiera cuando recién se concretaba su acuerdo, pero ahora que había fallado en su parte, la ira fue remplazada por el miedo.

-Insensata– guardó su espada, sabiendo que esta de nada le serviría para derrotar a la muerte. –Sólo tu heredero podría despertarte y no has logrado quedar encinta. Podrás haber huido de la muerte, pero el estado en el que te indujiste es aún peor. ¡No necesito tu corona para gobernar tus tierras, el terror de tus súbditos será suficiente!

Se volvió hacia la muerte, su dureza flaqueando.

-O podrías beber sus almas, todas ellas.

-Quinientos años, un parpadeo para los tuyos; si el tiempo ha transcurrido y su alma no me has ofrecido, la tuya propia habrás perdido.

Sin decir nada más, la muerte retrocedió, en busca de todas las vidas que le habían sido ofrecidas.

El rey le dirigió una última mirada a la reina. Él creía haber sido más astuto que ella, pero cometió un error al pasar por alto su agudeza.

Ahora se arrepentía de haberle ofrecido a la muerte cada uno de los hijos de la soberana, incluso antes de que estos nacieran.

Él, que gozaba de una gran prole, se sentía desdichado, pues todos sus hijos le temían. Incluso uno de ellos había huido al mundo mortal.

En ese momento, en el que sabía que su alma peligraba, se preguntó de qué le serviría gobernar todo su mundo si no había nadie que aceptara continuar su legado.

Sin embargo, rápidamente se recompuso. No importaban los hechizos de la reina, el encontraría la forma de burlarlos y le arrancaría la vida.

Selló las puertas del gran salón, para que nadie se atreviera a entrar si no fuese él, y se dirigió fuera, decidido a salvarse.

El Príncipe OcultoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora