El hechizo de la reina lo condenaba a permanecer donde mismo hasta que cumpliera su cometido.
El príncipe lo entendió, así que corrió en sentido contrario, dejándose llevar por la magia.
No le llevo mucho tiempo encontrar el palacio, avanzó por los pasillos desérticos sintiendo que la muerte aún impregnaba con su presencia las paredes.
Estaba por detenerse ante unas inmensas puertas cuando de pronto estas se abrieron, dándole vía libre.
-Acudí a una profeta– oyó decir a alguien. –Va a despertar hoy.
-No lo ha hecho —aquella voz le heló los huesos. —El tiempo está por agotarse.
El muchacho avanzó, aún cuando lo que más deseaba era huir. Vislumbró en el gran salón a un hombre, un soberano. Su postura era erguida y parecía hecho de roca. A su lado, apenas distinguió una sombra, pero era quien más imponía temor de los dos.
Seducido por el hechizo, siguió adelante, llamando la atención del rey.
-¿Cómo has logrado entrar?- rugió este, desenvainando su espada.
El rey desconocía que su parentesco le permitía atravesar su hechizo.
La muerte, en silencio, observaba complacido el alma del muchacho. Aunque en el exterior parecía débil y a punto de romperse, su alma era más fuerte que ninguna otra.
El muchacho se dirigió hacia el trono, ocupado por una mujer que parecía dormir, y beso su frente.
De pronto, la reina aspiro, volviendo a la vida. El rey se dirigió a ellos con la espada alzada pero antes de poder hacerles daño, se desplomo en el suelo.
-El tiempo se acabó– sentenció la muerte.
-No, no, no– repitió el rey en el suelo. Su corona había abandonado su frente. –Ella esta despierta, ¡toma su vida!
-Oh, lo haré. Pero el tiempo acabó y tu alma tendrá su mismo fin.
La reina, quien apenas había despertado, trató de huir de la muerte, rogando por su vida.
Pero esta, sin moverse, extrajo su alma de ella. Su cuerpo lánguido cayó y se retorció hasta desaparecer. Su corona resonó en el suelo al caer.
El muchacho volvió la vista al rey, quien había desaparecido al mismo tiempo que la reina, sin ser capaz de presenciar su perecer.
La muerte tomó ambas coronas, fusionándolas, y se hincó frente al muchacho, profesándole su servicio.
-Bienvenido, su majestad.