Poco a poco, kilómetro a kilómetro, fui abriendo los ojos. Era la primera vez que salía de casa después de conocer la muerte de mi madre. Lo del banco, por estar en mi mismo portal, no contaba.
Todo seguía igual en la calle. La gente caminaba sin rumbo, los coches circulaban nerviosos y la noche continuaba tan latente como siempre.
¿Quién debe morir para que el mundo se paralice por completo y desistamos de nuestras costumbres diarias? ¿Qué persona es suficientemente importante para que todo varíe de manera visceral?
Mientras sorteábamos el intenso tráfico e domingo a las cuatro de la mañana fui repasando en aquel taxi mi vida junto a mi madre.
Ella siempre deseó que yo fuera creativo. Jamás lo dijo con estas palabras, pero sé que lo pensaba.
Primero me instruyó en la danza. A mí siempre me ha gustado observar como los bailarines y bailarinas ejecutan sus coreografías. Ella era muy dura con ellos, no los consideraba sus hijos, ni tan siquiera sus amigos. Creo que eran simplemente el instrumento para lograr lo que deseaba. Cuchillos y tenedores para acercar el manjar a su boca.
Como explicaros su danza... Eran coreografías diferentes, llenas de vida y de luz. Odiaba todo lo que fuera clásico. En el baile y en su vida.
—¿Qué es la danza? —la pregunté un invierno frío en Poznan donde la temperatura no superaba los —5°C.
—¿Tienes tiempo para escuchar la respuesta, Marcos? —me respondió de manera gélida.
Como odiaba que pensase que mis catorce años no eran jamás suficientes y que siempre que la consultara algo que oliese a adulto tuviera que escuchar esa dichosa respuesta. Me molestaba enormemente. Hacía que me sintiera como un niño sin concentración y cuestionaba mi interés.
—Claro —repliqué ofendido.
—La danza es la forma de mostrar el sentimiento de nuestro esófago —sentenció. Y como supondréis no entendí nada.
Os pongo en antecedentes. Ella creía que el corazón era el órgano más sobrevalorado que existía. El amor, la pasión y el dolor pertenecían en exclusiva a ese pequeñajo rojo asíncope. Y eso la molestaba en exceso.
Por ello, no se cuando, me parece que antes de que yo naciese, decidió que el esófago sería el órgano que poseería la vitalidad artística. Y según ella, la danza plasmaba su vitalidad; la pintura mostraba sus colores; el cine, su movimiento, y el teatro su lenguaje.
—¿por la M-30 o por la M-40? —me consultó el taxista devolviéndome a la realidad con una de las dudas más terrenales que existen.
—Usted mismo —repliqué, y él volvió a su mundo y yo al mío. A los dieciséis años decidí pintar.
La danza la abandoné porque era su mundo, el mundo de mi madre. Sabía que jamás podría llegar a nada, que no tenía ni una mínima parte de su talento. ¿O acaso el hijo de Humphrey Bogart o de Elizabeth Taylor se sintieron capaces de emular a sus progenitores?
Yo quería pintar la vida, quería hacer una serie de cuadros, una trilogía de conceptos. Plasmarlos en pinturas. La vida en tres lienzos.
No era una idea al azar, me vino cuando vi el cuadro La vida de Picasso. Es mi cuadro favorito del artista. Lo vi en Cleveland; mi madre estrenaba en esa ciudad su último e innovador gran espectáculo y yo me pasé tres horas observando aquella maravilla en el museo. No vi ningún lienzo más. Con dieciséis años quedé fascinado con aquella obra maestra de color azul.
¿De qué va "la vida"? Pues de amor.
Mi madre siempre decía que todo lo bueno a nivel artístico hablaba del amor. Las míticas películas que se reponen, las obras eternas que se representan una y otra vez en teatro y hasta los libros épicos que se releen durante lustros y lustros. Todos tienen en común el amor o la pérdida de ese amor.
En particular, en el cuadro de La vida hay cuatro grupos de personas: una pareja que se ama, otra que se desea, un chico solo que ha perdido a su amada y otro feliz por lo tenerla ya consigo. Yo creo que cada grupo simboliza una etapa de nuestra vida, los momentos puntuales que tenemos, que sentimos.
Yo, en ese instante de mi vida, me sentí como el chico solo, el que había perdido a su amada pero que no deseaba eso. El amor solitario no dejaba de ser amor, pero es totalmente diferente al de la pareja que se quiere, la que se desea y el que se alegra de su propia pérdida.
Me pregunté si aquel taxista estaría enamorado en aquel instante. Si deseaba a alguien en silencio, si aquella noche había practicado sexo, si había disfrutado.
Ojalá pudiésemos hacernos esas preguntas sin rubor. De la misma manera que ese cuadro te obliga a respondértelas con tan solo observarlo un largo rato.
Mi madre jamás me culpó por no ir a su estreno en Cleveland. La hablé del cuadro de Picasso y de mi idea de pintar una trilogía sobre la vida.
Ella me escuchó atentamente, se tomó sus buenos diez minutos (jamás respondía con rapidez a cuestiones importantes; además, opinaba que el mundo iría mejor si todos lo hiciéramos) y me dijo:
—Si quieres pintar una trilogía sobre la vida, habla sobre infancia, sexo y muerte. Eso es la vida en tres conceptos. —Luego se marchó a darse su baño postestreno.
La encantaba el agua. Decía que las ideas, la creación, dependen de lo que te rodea.
Opinaba que la gente piensa que el aire que respiramos es el conductor ideal para crear, pero que están totalmente equivocados. Podría ser el agua, y me explicaba que muchos inventores habían tenido sus mejores ideas cuando su cuerpo estaba sumergido del todo. O también podría ser el oxígeno mezclado con la música en un concierto o escuchando la misma canción una y otra vez mientras se busca la idea perfecta. O a veces, tan solo oliendo la madera quemada de una chimenea podía ser que encontrases la inspiración.
Ella se pasó la vida buscando su atmósfera ideal para crear. Yo siempre creí que eran sus baños postestreno, hasta que un día en un avión me dijo:
—Creo que mi olor de creación es la mezcla de tu respiración junto con la mía. —Entonces respiró fuertemente y me indicó que yo también lo hiciera. Exhalamos e inspiramos dos o tres veces—. Ya vienen las ideas... —dijo mientras me sonreía.
Me sentí alagado y a la vez muy avergonzado.
No volví a hablar en aquel avión. Casi intenté no respirar y fue un viaje largo de ocho horas entre Montreal y Barcelona.
A veces es difícil aceptar que te digan algo tan bonito.
El taxista cambió de emisora; la música desapareció y volvió la noticia sobre el extraterrestre. El taxista, que parecía que la desconocía, subió al máximo el volumen como si con ello obtuviese más información de la que en realidad daban.
—¿Oye lo que dice? —preguntó sobresaltado.
—Sí.
—¿Cree que es verdad? —Cambió de emisora varias veces—. Joder que fuerte, ¿no? Un extraterrestre aquí, ya no saben que inventarse.
—No, ya no saben que inventar —repetí sin saber qué más responder.
La conversación cesó nuevamente. El aceleró; creo que le molestaba mi indiferencia. Si supiera que dentro de dieciséis minutos yo estaría junto a aquel extraterrestre, supongo que entonces estaría mucho más interesado en ese pasajero tan poco comunicativo.
Hice caso el consejo de mi madre sobre la trilogía. Pinté la muerte con veintitrés años y la infancia con diecisiete pero jamás el sexo.
Creo que a veces no te atreves a pintar algo que sabes que es tan profundo en ti.
Mi madre me hablaba tanto y tanto de sexo cuando era pequeño que acabé aborreciendo todo lo tuviera que ver con él. Jamás he dejado de practicarlo, pero creo que no he sabido lidiar con él en una paleta de colores.
La muerte fue fácil de pintar.
Aunque me costó mucho que me dejaran contactar con ella. Recorrí cientos de cárceles de Estados Unidos en las que estaba en vigor la pena de muerte. Conseguí, gracias a un director penitenciario enamorado de mi madre, que me dejara entablar amistad con presos que morirían próximamente y les pregunté sobre la muerte que les esperaba a corto plazo.
Horas y horas hablándome sobre la muerte y yo escuchando. Meses en busca de algo que me mostraran que pudiera pintar. ¿O acaso ellos y los enfermos terminales no son los únicos lúcidos respecto a la muerte? La esperaban, la conocen, la atisbaban desde hace años, a veces a medio palmo. Y creo que hasta llegan a ser buenos amigos con fecha de caducidad.
Preferí los presos a los enfermos porque de alguna manera el dolor no sería tan intenso y la muerte se definiría más claramente, sin estar mezclada con otro sentimiento duro y casi imposible de retratar.
Todos aquellos presos que conocí parecían inocentes, les hubiera perdonado la vida. No sé qué tiene la muerte que hace que todos los seres humanos parezcan tan frágiles e inocentes.
Y aquellos condenados me hablaron de tantas cosas, algunas tan oscuras, otras terriblemente llenas de luz...
Hasta que conocí a uno... David se llamaba. A Davis iban a ejecutarlo por violar y matar a sus dos hermanas. Pidió su última comida, un extraño rito que se conserva en todas las cárceles. Una gentileza absurda.
El no pidió gran cosa, un helado de nata y nueces. Pero cuando se lo llevaron, en aquella inexpresiva bandeja azul, fue cuando vi que aquello era la muerte. Tan solo debía de pintar su última voluntad.
Cogí los pinceles y pinté aquello; fui todo lo realista que pude. La blanca nata, las ocres nueces y el azul de la bandeja.
David murió, no vi como fue, no pude soportarlo, me había encariñado con él.
La pintura, según mi madre, rezumaba muerte.
Yo casi no podía mirarla, así que se la regalé a un viejo amigo. Ni tampoco he podido comer helado de nata con nueces. Cuando lo intento es como si la muerte me produjera arcadas.
La infancia fue más fácil de dibujar. Recuerdo que mi madre siempre decía que era mentira que fuese la época más feliz de nuestra vida. Ella opinaba que es cuando más lloramos. Decía que se llora tan desconsoladamente durante esos primeros años, que la infancia es como toneladas de tristeza mezclada con kilogramos de felicidad. La gran época bipolar de nuestra vida.
Eso fue mi inspiración. Pinté a niños pequeños a los que regalaba juguetes y a los dos minutos se los arrebataba.
Buscaba las lágrimas más creíbles, los sollozos más dramáticos mezclados con la sonrisa y la felicidad increíble que aún perduraba en su rostro. La posesión y la pérdida de juguetes producían ambas reacciones.
Acabé logrando una pintura realmente perturbadora. Felicidad y tristeza extrema, infancia pura. Mi madre estuvo tan orgullosa de mi... Me abrazó tan fuerte que sentí como nuestros dos esófagos se fundían. Seguidamente me susurró:
—El sexo. Ahora ve a por el sexo. Marcos. Píntalo.
El sexo. Jamás di un paso por pintarlo. Creo que mi madre no me lo perdonó. Comenzó a obviar mi pintura. La prometí que acabaría la trilogía, pero habían pasado trece años y casi lo había olvidado todo.
En pocas horas su cadáver llegaría y se cumpliría una premonición que me dijo hace años en un barco rumbo a Finlandia: "Un día mirarás mis ojos sin vida y no habrás creado la trilogía sobre la vida". Odiaba que tuviera razón como cuando creía que con catorce años no prestaría atención a su respuesta sobre mi pregunta adulta.
Odiaba que me lo dijese de una forma tan teatral. Y sobre todo odiaba que existieran ojos sin vida.
El taxista llegó al destino.
Le pagué; no le dejé nada de propina. Me esperaba mi ayudante en la puerta del complejo. Dani era de piel resplandeciente. No sé como la había conseguido, pero siempre respiraba frescura.
Sé que sentía un gran aprecio por mí y siempre intentaba ofrecerme una amplia sonrisa. Tenía una galería de doce o trece sonrisas, aunque aquel día su piel estaba retraída y su sonrisa era una mueca de preocupación. Todo su rostro estaba completamente encogido.
Me miraba con sus ojos verdes llenos de preocupación.
Bajé del taxi; el taxista arrancó casi en el instante en el que yo cerraba la puerta. Un poco más y seme lleva. Creo que le había jodido que no le dejara propina.
—Está dentro —dijo mi ayudante en cuanto el taxi huyó—. No sé como es pero quieren que lo veas inmediatamente. Todo el mundo está nervioso.
—¿Es verde, diminuto, antenas y ojos gigantescos y negros? —bromeé.
—No —respondió sin reír.
Subimos aun segundo coche y nos dirigimos a las oficinas. No esta nada nervioso; tan solo pensaba que debería acabar el cuadro del sexo antes de que llegase el cadáver de mi madre, antes de mirar sus ojos sin vida.
Realmente todavía no los había visto, así que aún podía acabar mi trilogía.
Sé que parecía estúpido. Iba a conoce r al primer extraño que llega al planeta Tierra y mi cabeza solo pensaba en hacer un extraño cuadro sobre sexo.
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Todo lo que podríamos haber sido TÚ Y YO si no fuéramos TÚ Y YO
Novela JuvenilMarcos acaba de perder a su madre, una reconocida bailarina que le ha enseñado todo en la vida, y decide que su mundo ya no puede ser igual sin ella. Justo en el momento que va a dar un giro a su vida, una llamada de teléfono cambia radicalmente los...