月島

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No tenía una idea fija acerca de cuándo comenzó todo ese embrollo. Tal vez desde que comenzaron la universidad, o quizá desde la vez que Yamaguchi le gritó en aquel campamento, incluso se podría atrever a pensar que siempre fue así, que simplemente estaban consignados a terminar en esto de alguna u otra manera, que era su destino.

Los labios de Yamaguchi siempre estaban rotos y por ende tenían un sabor metálico, contaba con la estúpida costumbre de morderlos cada que se ponía nervioso (prácticamente todo el tiempo) y nunca tenía cuidado con la fuerza que utilizaba, a veces se ponía un bálsamo (cuando el dolor era bastante molesto como para soportarlo durante todo el día) creando una combinación peculiar; hierro y cereza, no era como si le molestara, sabían a él después de todo. 

La manera que Yamaguchi tenía de querer era diferente a lo que imaginaba. Él era un chico tímido en su vida diaria, con una voz apenas audible y se avergonzaba con mucha facilidad, pero detrás de las puertas, mientras estaban debajo de las sabanas, era bastante contradictorio, audaz, se atrevería a decir. La manera que tenía de querer era perfecta; suave y amarga.

Tsukishima era un pedazo de mierda, estaba completamente consciente de ello, contaba con una congestión emocional impresionante, el sarcasmo era su lengua materna y su corazón estaba hecho de piedra, pero Yamaguchi siempre se quedó con él, sin importar nada. Tal vez por eso lo quería.

No tenía una idea fija acerca de cuándo, cómo o porqué comenzó todo esto, y sin embargo se encontraba ahí, sobre Yamaguchi, besando sus labios con sabor a metal y cereza, sintiendo su forma suave y amarga de querer. No era el momento de pensar en lo que pasaría después, ellos ya no hacían eso, no desde que empezaron con el embrollo, con esa forma retorcida de amistad que era el cascaron de lo que alguna vez fueron, prefería ignorar que se rompían poco a poco, cada día más.

Besó las pecas de su rostro, hizo un camino con marcas desde su cuello hasta su pecho y lo miró a los ojos. Esos ojos que de niño lo veían con admiración que paulatinamente fue evolucionando hasta volverse amor y luego deseo. Tsukishima no era ciego (metafóricamente hablando), siempre reconoció perfectamente los sentimientos que flotaban a su alrededor, pero nunca supo el porqué. Era casi como si Yamaguchi prefiriera ignorar el hecho de que a su lado simplemente terminaría lastimado, eran como el Ícaro y el sol; Yamaguchi iba quemándose con cada aleteo a su dirección. Ambos estaba conscientes de eso, y sin embargo, no lo dejaban, ya nada sería lo mismo, era imposible siquiera pensar en ignorar todo lo que estaba ocurriendo, en las noches que pasaban juntos, en los besos, en los sentimientos, en el dolor, era absurdo siquiera considerarlo, pero al mismo tiempo, Tsukishima estaba cansado de ser egoísta, cansado de ser el dolor más profundo y constante de su amigo (si es que aún era correcto llamarse así), lo quería demasiado como para seguir dañándole, pero si le pedía estar a su lado eventualmente lo volvería cenizas, aunque quisiera sabía que jamás podría darle la felicidad que se merece.

La luz de la luna se colaba por la ventana, el ligero aire de verano refrescaba la habitación, las manos estaban inquietas en cuerpo ajeno, y las miradas se encontraban entrelazadas. La noche se acababa, pero ninguno de los dos estaba afán de esa idea. Tsukishima observaba con detenimiento el rostro del chico que se encontraba debajo, apreciando cada detalle, cada peca, tatuándose esa imagen, acarició su cabello, probó una y otra vez el sabor a hierro y cereza, le susurró palabras bonitas al oído, y lo amó con cada parte de su ser, no se contuvo, ni apartó la mirada, no quedó espacio sin marcar ni peca sin besar. Sentía a Yamaguchi deshacerse entre sus brazos.

"Tadashi"

El nombre se deslizó de sus labios sin pretenderlo, pero no le importaba, en ese momento fue la palabra más dulce que alguna vez pronunció, y la mirada que recibió lo valió completamente.

Nunca pensó que sería capaz de querer como lo hacía, siempre se vio como una persona ajena a las emociones, estoica ante el afecto, pero por supuesto que Yamaguchi Tadashi tenía que aparecer en su vida y no irse nunca, tenía que enseñarle que estaba bien sentir, enseñarle a cerrar los ojos y correr, tenderle la mano, entregarle el corazón, darle todo y condenarse a sí mismo a quemarse poco a poco. Tsukishima aprendió a amar gracias a él, ¿por qué tenía que ser así?

Ojalá tuviéramos más tiempo, pensó, Ojalá.

Cuando las caricias cesaron, ambos se miraron, Yamaguchi con esa jodida sonrisa perfecta y los ojos aguados, ofreciéndole su amor incondicional en palabras sin sonido, extendió su mano hasta tocar la mejilla del rubio y dejó varios besos en su rostro. Por una vez Tsukishima se permitió cerrar los ojos y disfrutar su tacto, de su calidez, de la suavidad y la amargura.

Tsukishima jamás amaría a nadie como lo amaba a él, pero sinceramente esperaba que Tadashi amara a alguien con más ganas de las que lo amó, y que fuera amado de igual manera, porque lo merecía. Tal vez algún día en alguna reunión del equipo de Karasuno, Tsukishima tenga la oportunidad de verlo junto a alguien más, siendo amado, con esa sonrisa perfecta y sin los ojos aguados, dando amor incondicional, ambos hablaría de sus vidas (así como los viejos amigos hacen después de mucho tiempo y de heridas sanadas que ahora no son más que cicatrices) se dirían cómo se cumplían los sueños que ambos conocían perfectamente por que los formaron lado a lado, de lo felices que eran, del amor que daban y recibían (aunque probablemente Tadashi fuera el único de los dos que podía ser amado, después de todo Tsukishima estaba condenado a vivir con el fantasma de Yamaguchi), de que ambos estaban bien y Tsukishima lo dirá en serio, porque saber que Tadashi es feliz, aunque él no esté cerca, era lo mejor que le podría pasar.

Pensó en que extrañaría las tardes en la cafetería cerca de la escuela de Yamaguchi, compartiendo pastel de fresas y papas fritas, extrañaría el sabor a hierro y cereza, sus pecas y su calidez, extrañaría amar y sentirse amado. Extrañaría a Yamaguchi Tadashi, su amigo de la infancia, el único que lo soportó en sus peores momentos, no porque no tuviera opción, pero porque así es él, amable, leal y tan jodidamente genial (aunque lo negara), su compañero de equipo, la persona que le enseñó a querer, que le enseñó a amar.

"Te amo, Tsuki." Dijo con voz queda, como si no quisiera que nadie más lo escuchara (aunque eso era imposible). Tsukishima casi se arrepentía de lo que estaba por hacer. Casi.

"Lo sé." Y pudo ver con claridad que Yamaguchi lo entendió en un instante.

"Te amo, Tsuki." Repitió con lágrimas cayendo lentamente y el corazón del rubio se estrujó, odiaba hacerlo llorar, pero era lo mejor, no estaba dispuesto a dejarlo quemarse a su lado.

"Cállate, bésame y vete." La sonrisa perfecta apareció una vez más, se acercó a él, y Tsukishima probó por última vez el hierro y la cereza mientras sentía la suavidad y la amargura colarse. No quería separase, pero lo hizo, por que así tenía que ser.

Vio como Yamaguchi se vestía lentamente ahogando sollozos, tomó sus cosas, le dirigió una mirada y le regaló una sonrisa. Y tan pronto la puerta se cerró, finalmente dejó las lágrimas fluir, porque era un idiota, pero tal vez las cosas estaban consignadas a terminar así, quizá este era su destino.

Y sintió que se quemaba, pero al menos lo hacía solo.

Cállate, bésame y vete.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora